La canción seguía creciendo como un incendio que nadie podía apagar.
Los noticieros ahora no solo repetían titulares sobre mi transición, también debatían:
—“¿Nos pasamos de la raya?”
—“¿No somos nosotros los que invadimos su vida?”
—“¿Qué derecho tenemos sobre lo que alguien es o no es?”
En internet había hilos enteros discutiendo mi historia.
Algunos me defendían con uñas y dientes.
Otros aún me atacaban, pero la diferencia era que ahora había muchas más voces a mi favor.
El grupo y yo lo veíamos en el camerino, entre ensayo y ensayo. Demba me palmeaba el hombro. Mina, que nunca había sido muy de contacto físico, me traía café caliente. Kaiyon me enviaba memes para hacerme reír.
Estábamos… juntos. Más que nunca.
Ese día decidimos que, después de semanas de caos, nos tomaríamos la tarde libre.
Comimos todos juntos en un restaurante pequeño, nos reímos hasta que nos dolió el estómago, y volvimos a casa con la sensación de que, por fin, lo peor había pasado.
Hasta que encendí mi computadora.
Una notificación. Un correo nuevo.
El remitente me hizo frenar en seco.
Mi corazón empezó a latir tan fuerte que podía escucharlo en mis oídos.
La piel de mis manos se volvió fría, pero sentía calor en la cara.
Leí el nombre otra vez, como si mi mente intentara engañarme.
Papá.
De golpe, mil preguntas se amontonaron:
¿Por qué ahora?
¿Qué quiere?
¿Quiere disculparse… o justificar lo que hizo?
¿Debería abrirlo?
Apoyé los codos en la mesa y me cubrí la cara.
Pensé en mamá. Pensé en los años en los que no hubo llamadas, ni cartas, ni un “feliz cumpleaños”. Pensé en aquel día… en sus gritos, en la puerta cerrándose.
Apreté los dientes. Cerré los ojos. Y, temblando, abrí el correo.
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Editado: 18.09.2025