No sé por qué me afectó tanto. No hubo promesas, no hubo confesiones. Nunca dijo que sintiera lo mismo. Y sin embargo… escuchar esas palabras fue como recibir un golpe que no ves venir.
Cuando finalmente salí del baño, el pasillo estaba vacío, iluminado por una luz blanca que parecía más fría de lo normal. El eco de mis pasos sonaba exagerado, y cada uno me recordaba lo sola que me sentía en ese momento.
En mi cabeza, intentaba convencerme: No tienes derecho a sentirte así. Tal vez todo fue solo un invento mío, una ilusión de cariño disfrazada de amor. Buscando, una vez más, llenar un vacío que me acompaña desde siempre.
Pero el dolor estaba ahí. Ese dolor que conocí en la preparatoria, cuando por primera vez creí que alguien me veía de verdad… y terminó apartándose. Era el mismo. El que te rompe en silencio, el que no sangra, pero te deja fría por dentro.
Esa noche, mientras todos reían en la sala del hotel, yo subí directo a mi habitación. El olor a detergente de las sábanas me golpeó cuando me dejé caer en la cama, mirando el techo. El zumbido del aire acondicionado se mezclaba con mis pensamientos. Me sentía cansada, pero incapaz de dormir.
El amor no es para mí, me repetía. Mejor concentrarme en el trabajo, en perfeccionar cada presentación, en avanzar… sin distracciones. Sin tonterías.
Los días siguientes, las giras pequeñas continuaron: viajes en camioneta, habitaciones de hotel que olían a café viejo o a perfume barato de las recepcionistas, escenarios improvisados en ferias y festivales. El grupo seguía unido, charlando y bromeando… pero yo comencé a cerrar puertas.
Ya no buscaba su mirada. Ya no me sentaba cerca de nadie. Practicaba, sonreía cuando tocaba, pero cada vez me sentía más como una sombra entre ellos.
Prefería eso. Porque si me permitía sentir de nuevo… podía terminar perdiéndolo todo.
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Editado: 18.09.2025