Ese día, después de una presentación, uno de ellos se me acercó con cara seria. No era la primera vez que notaba miradas así, pero esta vez lo dijeron en voz alta. —¿Qué pasa, Rem? Estás muy cambiada últimamente. Ya no sonríes igual… ni siquiera en el escenario. ¿Pasó algo? Tragué saliva, sosteniendo la sonrisa falsa que llevaba días usando, esa que aprendí a perfeccionar en otra vida, cuando ocultar lo que sentía era la única forma de sobrevivir. —Nada, chicos… son solo problemas personales, nada que ver con ustedes. —Sabes que puedes contarnos. Aquí estamos para ti, pase lo que pase. —Lo sé —respondí rápido, bajando la mirada—. Es solo que… es complicado. No sé cómo decirlo ni qué consecuencias pueda traer. Solo necesito… tiempo para pensar.
Me fui antes de que siguieran preguntando. No quería que vieran que, en realidad, sí había algo… pero no era algo que pudiera poner en palabras sin arriesgarlo todo.
Esa noche, en casa, le pedí consejo a mamá. Ella hablaba y yo asentía, pero mi mente estaba en otro lugar. Mis dedos giraban y giraban el anillo que llevaba puesto mientras en la computadora se deslizaban las fotos del grupo. Las miraba una y otra vez, buscando algo… cualquier gesto, cualquier mirada que confirmara que lo que sentí no había sido producto de mi imaginación.
Solo quería una señal. Una sola. Algo que me dijera que no estaba equivocada, que no era otra ilusión más. Pero la pantalla se quedaba muda… igual que yo.
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