El estudio olía a madera encerada, a cables viejos y a sudor seco. Ese aroma que, para cualquier otro, sería incómodo, para nosotras era hogar.
La puerta crujió al abrirse.
Cinco segundos de silencio.
Y luego, un estallido.
Vanya dejó caer su botella de agua; el plástico rodó por el suelo. Anya se tapó la boca con ambas manos, sus ojos brillando como si contuvieran un mar entero. Y Demba, el siempre sereno, fue el primero en correr hacia nosotras.
El abrazo fue un nudo de brazos y lágrimas. Nos aferramos como si el tiempo no existiera, como si los artículos de prensa, los hashtags venenosos y las noches sin dormir fueran solo un mal sueño.
Nura apretó mi mano tan fuerte que me dolió. No la solté.
—“Pensé que nunca más…” —murmuró Mina.
No terminó la frase. No hacía falta.
Nos sentamos en círculo sobre el piso gastado, ese mismo donde habíamos ensayado hasta sangrar por los dedos y perder la voz. Esta vez no había gritos de un coreógrafo ni cronómetros que marcaban horas. Solo tazas de té frío y secretos acumulados demasiado tiempo.
Sindo bajó la mirada y confesó:
—“Stay… la escribí para ustedes. Pero la compañía me obligó a cambiar ‘ella’ por ‘él’.”
El silencio fue pesado. Luego, Akira mostró su muñeca: un tatuaje diminuto con un “9” al que le faltaban dos líneas.
—“Siempre fuimos Infinity7 sin ustedes.”
La electricidad falló, como siempre pasaba en ese edificio viejo. Las luces parpadearon, y por un segundo el espejo del estudio nos devolvió fantasmas del pasado:
Nura, con el pelo teñido de rosa, sudando el maquillaje.
Yo, con los nudillos vendados, espiándola a través del reflejo.
Pero ya no éramos solo esas sombras. Éramos heridas cerradas, cicatrices que brillaban bajo la luz tenue.
Ese día no hubo coreografías que memorizar ni horarios que cumplir. Hubo risas espontáneas, letras improvisadas en hojas arrugadas, café compartido en vasos de cartón.
Éramos otra vez nueve.
Pero esta vez, éramos libres.
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Editado: 18.09.2025