El Diario De Rem

Entrada 78: El Último Baile y El Primer Beso

Los camerinos olían a té de jengibre recién hervido, para cuidar las gargantas cansadas, y a pintura fresca, porque habían tapado los grafitis de nuestro debut. Aún podía leerse, medio borrado, un “REM + NURA 💍” escrito en marcador negro años atrás.

No había estilistas, ni peluqueros, ni trajes brillantes. Nos vestimos solos, como en los viejos tiempos:

Demba llevaba una camiseta vieja de Infinity9 bajo su chaqueta, con el logo ya deslavado.

Anya se calzó los mismos zapatos gastados del debut, con suela rota pero historia intacta.

Nura y yo escogimos jeans y las playeras que habíamos comprado en un mercado callejero de Bangkok, donde nadie nos reconoció aquella vez.

Nadie habló. No hacía falta. Las miradas lo decían todo: esta era la última vez. Y no habría segundas tomas.

El setlist era un viaje en el tiempo:

“Eclipse”, en una versión lenta, íntima, como un lamento.

“Stay (True Version)”: cuando la palabra “ella” retumbó en la arena, el estadio entero gritó como un terremoto.

“El Amor Que No Pudieron Matar”: todos lloraron, incluso el manager, oculto entre bambalinas.

Antes de salir, quedaban cinco minutos. Nos reunimos en círculo en el backstage, rodeados de cartas, dibujos y peluches de los fans. El olor del papel y los marcadores permanentes se mezclaba con la humedad del escenario.

Nos abrazamos fuerte, como si el mundo pudiera deshacerse al soltar.
—“No importa lo que pase allá afuera,” dijo Demba con la voz quebrada.
—“Hoy cantamos para nosotros,” agregó Mina, apretando nuestros hombros.

Las luces se encendieron. El rugido de miles de voces llegó como una ola.

En el escenario, cada canción fue un pedazo de memoria: el debut, las peleas, las lágrimas, las reconciliaciones. Todo estaba ahí. Y cuando la última nota de la última canción murió, las pantallas gigantes mostraron un mensaje:
“Gracias por acompañarnos en este viaje durante años.”

El estadio estaba encendido en un mar de luces de teléfonos. Y entonces, sin pensarlo, sin planearlo, tomé la mano de Nura. La apreté fuerte, y frente a todos, la besé.

El beso fue lento. Dulce. Sin prisa. El rugido del estadio se volvió un temblor, como si todo el lugar estuviera gritando con nosotras. Nura me sonrió entre lágrimas, y supe que esa vez no era un secreto, ni un escándalo: era verdad, a plena luz.

Ese día no terminó un grupo.
Ese día comenzó nuestra libertad.




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