La mirada ardiente de Artem, pudiera iluminar un pueblo bastante grande. Él me sujeta por las muñecas y yo le miro obstinadamente a los ojos.
— ¿Por qué...? — pregunta él con voz ronca — ¿por qué no me lo dijiste?
Me lamo los labios secos, los ojos oscuros que me perforan destellan.
— No quería, — le digo murmurando y, sin embargo, aparto la mirada, — no quería que tú...
— ¿Qué? — exige violentamente Artem, sacudiéndome las manos, y yo digo con un sollozo:
— Que me consideraras una niña. Y mentí sobre la edad, tengo dieciocho años. Porque me enamoré, — me callo, bajo los ojos y agrego en silencio: — Solo que no me enamoré de ti, sino de aquel chico vestido con un mono...
Él me suelta las manos con un gemido y se aprieta las sienes, y yo corro hacia la puerta. Tiro, empujo, sin resultado. Está cerrada.
— ¡Déjame salir! — me vuelvo hacia él.
Artem se acerca lentamente casi hasta tocarme y yo aprieto mi espalda contra la pared.
— ¿Realmente no sabías quién soy? — pregunta él asombrado.
— Yo y ahora mismo no tengo la menor idea de quién eres, — respondo, — solo veo que eres un pavo arrogante. Odio a ese tipo de gente. ¡Abre la puerta ahora mismo!
Sacude la cabeza y se frota el puente de la nariz.
— ¿Y no tomaste fotos a escondidas para luego ponerlas en tu página?
— No, — niego con la cabeza.
El hombre se apoya con la mano en la jamba de la puerta justo al lado de mi cara y me penetra con la mirada, como si las respuestas estuvieran escritas dentro de mí, y él tratara de leerlas.
— ¿Por qué fuiste a la casa de campo de los Gordeev? ¿No te enseñaron que no se puede tomar lo que pertenece a otra persona?
No quiero excusarme, pero tampoco quiero que me considere una fierecilla sin domar, descarada y sin escrúpulos. No miro a Artem, trato de hablar de forma suave e impersonal:
— Yana me dijo que esa era la casa de su tío. Que ella cuida de la casa mientras su tío y su familia están de vacaciones. Me pidió que la ayudara a limpiar. Yo no sabía que esa casa pertenecía gente ajena.
Artem se separa, mete las manos en los bolsillos y levanta la cabeza. Mira el techo por un tiempo, mientras yo estudio la pared en silencio.
— ¿Qué se supone que tengo que hacer ahora, casarme contigo?, — me pregunta, y me estremezco.
— Eso era lo único que me faltaba, — exclamé, y él enarcó las cejas, desconcertado.
— ¿De verdad?
— Espero que eso fue una broma, — me muerdo los labios para no romper a llorar.
— Escucha, Al, —Artem vuelve a dar un paso a mi encuentro y yo me aprieto con más fuerza aún contra la puerta, — por supuesto que soy culpable. Pero tenías que habérmelo dicho.
Callo, con los dientes apretados.
— Yo no planeé ninguna continuación, —continúa Artem. Mañana me voy, vuelo a Londres. No necesito ninguna relación.
— Entonces, ¿por qué tuviste que hacerlo conmigo?, — le pregunto a media voz, pero no me deja terminar.
— ¿Y por qué no? ¿Si se puede pasar un buen rato sin ningún tipo de compromisos? No estoy en contra de repetirlo ahora... — se inclina hacia abajo, ahora nuestras caras están muy cerca.
Su respiración se acelera, sus ojos se oscurecen aún más. Ante mis ojos, parpadean las imágenes de mi noche con él, y cierro los ojos, clavándome las uñas en las palmas de mis manos.
Artem comprende y se aleja a una distancia segura, y yo respiro más tranquila.
— Todo lo que puedo ofrecerte ahora es el papel de una amante temporal, — dice con una mirada indiferente. — Salir contigo cuando me venga bien. Venir a verte cuando tenga tiempo. ¿Estás de acuerdo? Y además, no te prometo lealtad.
— Yo también — digo, jadeando de bochorno y resistiendo con las últimas fuerzas el magnetismo que emana de ese hombre — también tenía derecho a saber. Pensé que tú trabajabas allí, que tú y yo estábamos en igualdad de condiciones. Si hubiera sabido que esa era tu casa, por nada del mundo me hubiera permitido ninguna relación.
Artem me lanza una mirada abrazadora, y yo me abrazo los hombros, cerrándome. Se dirige al refrigerador que está en la esquina, vierte agua en un vaso y me lo extiende. Luego saca una pequeña caja de su bolsillo y abre un blíster con una tableta.
— Toma esto.
— ¿Qué es eso?, — digo mirando la caja.
— Anticoncepción de emergencia. Traté de controlarme, pero fue difícil, lo digo honestamente. No había disfrutado así en mucho tiempo. Tú eres... — se inclina de nuevo y toca levemente la mejilla con el dorso de la mano, — tan hermosa... y dulce... Ahora mismo me cuesta trabajo contenerme.
Me estremezco como si hubiera recibido una descarga eléctrica y me alejo apresuradamente. Artem también parece que acaba de volver en sí. Tose y dice sin emociones:
— Así que pensé que era mejor estar seguro. Han pasado dos días, y el fabricante garantiza hasta tres.