El Eco de Luna

capitulo 1: recuerdos entre las sombras

No pensé Jamás que la vida fuera una línea recta. Pero tampoco imaginé tantas curvas. A veces me pregunto si todo esto es real, o si simplemente estoy atrapada en una historia que alguien más escribió para mí… o simplemente que no pertenezco a esta vida.

Crecí en el campo. No era un lugar perfecto, pero era el único que conocía.

Los árboles, los animales a lo lejos, la tierra que mis pies descalzos conocían mejor que mis propios pensamientos. Mi madre decía que la vida en el campo era tranquila, pero a mí me parecía que todo se movía demasiado rápido. Como si la tierra quisiera hablar, y nosotros, simples humanos, no pudiéramos escuchar.

Vivíamos en una casa vieja, hecha de ladrillos con mezcla de barro, que cada vez que llovía las paredes chorreaba. El sonido de las puertas y ventanas era un eco constante en mis días. Los primeros recuerdos que tengo son de las tardes de verano, cuando el sol tocaba mi piel con su calor implacable y yo corría por los campos, sintiendo que todo se desbordaba a mi alrededor, siempre junto a mi abuelo, a donde quiera que el fuera yo iría tras él.

Mi hermano, Teo, aún era un bebé entonces. Siempre lo cargaba en mis brazos, aunque a veces deseaba que él también pudiera correr conmigo. Así no tendría que estar cargándolo. Mis padres, en cambio, parecían no entenderse mucho.

Mi madre era una mujer sufrida, por decirlo de alguna manera, o tal vez una esclava de los que haceres de la casa, llena de amor y rabia a partes iguales. Su risa sonaba como una melodía suave, pero la ira, cuando llegaba, era como el viento que arrastra todo a su paso. Mi padre... mi padre era un hombre de pocas palabras. Pero cuando hablaba, sentías que el aire cambiaba. Su voz, siempre grave, nunca traía buenas noticias o siempre decía las cosas justas o las que no quieres escuchar.

Las peleas... Las peleas siempre llegaban como una tormenta que nunca sabías cuándo se desataría. La última vez que lo escuché gritar, mi madre estaba lavando los platos y yo, como siempre, me refugié en mi rincón, mirando al suelo. No quería ver. No quería escuchar.

Teo dormía en su cuna, y yo lo miraba pensando y rogando que no se despertara, que no sienta y no vea esas discusiones feas de papá y mamá, para que no sintiera el miedo que yo sentía. La casa parecía oscurecerse cuando ellos peleaban. Como si la luz se fuera, como si la magia del mundo se desvaneciera.

Pero cuando todo se calmaba, la tierra volvía a ser la misma. El campo seguía ahí, inmutable. El amor de mis padres era como el campo: vasto, pero herido.

Mi abuelo me solía decir que el campo, los animales son lo único que nunca te engaña. Que no importa cuántas veces te caigas, la tierra siempre te recibirá de nuevo. Pero yo no entendía. No entendía cómo la tierra podía recibirnos cuando todo a nuestro alrededor se rompía. Quizás lo entenderé cuando sea grande pensaba.

La tierra nunca dejaba de hablar, pero a veces el ruido de las peleas de mis padres ahogaba sus palabras. Siempre fue así.

El campo nos rodeaba con su serenidad y su caos, y dentro de esa casa llena de rencor, mi abuelo era la única figura que me transmitía una calma que ni la lluvia podía ofrecer.

Don Odoro, todos lo conocían así. Era un hombre de palabras sencillas y ojos que conocían todos los secretos de la tierra y de los animales. Cuando era pequeña, solía sentarme junto a él y escuchar sus historias. Él me hablaba del campo como si fuese una persona. Me decía que la tierra te da lo que necesitas, pero también te quita lo que no sabes apreciar.

Recuerdo un día, cuando él me llevó a la chacra a buscar huevos y a recoger maíz.

"La tierra sabe lo que debes aprender, Luna", me dijo mientras caminábamos entre los yuyos. "Pero la magia, hija, la magia no la encuentras en cualquier lugar."

Estaba con Natías, un niño casi de mi edad, era 3 años más chico si no mal lo recuerdo, que siempre venía a la casa de mis abuelos. Natías tenía una risa contagiosa, y su alegría era como el sol de primavera. A menudo me encontraba con él explorando los campos, saltando entre las gallinas o corriendo por el patio. Para él, el mundo era un juego, y yo, aunque me sentía más seria que él, siempre seguía su ritmo.

Ese día, mi abuelo me miró de una forma distinta. "La vida cambiará para ti, Luna. Y debes estar preparada para entender que hay cosas que no puedes controlar."

No sabía qué significaba. Y por un tiempo, no me importó. Pero esa frase quedó grabada en mí, como una marca invisible.

Ese mismo año, los gritos de mamá y papá llegaron a un punto donde ya no podían ignorarse. Empezaron a hablar de mudarnos. Dejar el campo, dejar todo lo que conocíamos, porque allí ya no había futuro.

Las despedidas fueron duras. A Natías no le gustaba la idea de que me fuera. "Te vas a olvidar de mí", me dijo mientras lloraba, abrazándome como si el mundo fuera a desmoronarse, la última vez que nos vimos fue en la escuelita donde íbamos.

Pero, de alguna manera, yo también lo sabía. Sabía que, en el fondo, no era la casa lo que dejábamos atrás. Era el modo de vivir. Las peleas de mis padres ya no eran solo gritos vacíos; eran algo mucho más grande, algo que no podíamos ignorar.

A mis abuelos los dejé atrás con una promesa rota en mi pecho. No supe cómo despedirme de mi abuelo. Recuerdo su mirada, esa mezcla de orgullo y tristeza. Él me dio un abrazo largo, como si quisiera guardarme en sus brazos para siempre.




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