Terminé la secundaria sin entender cómo. Fue caminar con los ojos vendados por un terreno que conocía, pero que ya no me reconocía. Mientras mis compañeros celebraban, solo pensaba en lo que aún no podía decir, en lo que me había aguantado durante tanto tiempo que ya se había vuelto parte de mí.
Comencé la universidad, nueva etapa, decían, una oportunidad. Pero para mí, fue el inicio del fin del silencio.
Lo que ese hombre pretendió hacer... lo que me hizo sentir, me arrebató sin tocarme del todo. No podía callarlo más. Una siesta, en medio de un almuerzo en la que todos hablaban de cosas sin importancia, se me salió. No grité, no lloré, solo lo dije. Como quien escupe una espina después de años de tenerla clavada.
Mi madre dejó caer la servilleta que tenía en sus manos.
Mi padre se quedó inmóvil, con la mandíbula apretada como si el tiempo se hubiera detenido solo para él. No dijeron nada, pero algo cambió en el aire. Por primera vez en años, se miraron y no discutieron.
Posteriormente de hablar con mis tíos decidieron llevarme a una psicóloga, una señora de voz suave y ojos atentos.
Al principio no hablaba mucho, ella esperaba, también yo. Pero había tanto dentro mío que las palabras comenzaron a salir como si alguien más hablara por mí.
El miedo, la culpa, la rabia, la confusión, todo lo que nunca había tenido nombre.
“Eso que viviste no te define”, me dijo un día. “Pero negarlo te mata de a poco.”
Y tenía razón, me había acostumbrado tanto al dolor que ya no sabía cómo se sentía estar viva de verdad. Era inmenso el dolor que poseía por dentro.
Justo cuando empecé a respirar un poco más liviana, la vida me volvió a arrebatar algo. Esta vez mi abuelo se enfermó.
Cáncer, dijeron. Esa palabra que suena a sentencia, a final.
Durante cuatro meses lo vi apagarse. Pero él, terco como siempre, nunca se quejó, incluso en la cama del hospital, me miraba con una tristeza como si fuera que sabía lo que yo estaba pasando y sintiendo.
Al fallecer, no lloré, quedé en silencio, como si el cuerpo no pudiera con una lágrima más, como si el dolor ya no tuviera por dónde salir.
Lo vi dentro del cajón, tan quieto, tan distinto. Y solo pensé en la manera que me miro por última vez, como diciéndome, no llores, se fuerte, solo es un momento algún día nos volveremos a encontrar. Recuerda solo los momentos de felicidad. Jamás cambies.
Pero ya había cambiado, y no sabía si alguna vez podría volver a ser la Luna que él conoció.
Afuera, llovía como si el cielo llorara por mí.
Y por primera vez, me di cuenta de que no siempre hay que llorar para estar rota.
Al día siguiente no fui a la sepultura, no quería permanecer con esa imagen. Además, tenía que ser fuerte para mi hermano y mi hermana. Y no servía de nada llorar.