El Eco de Luna

capitulo 4: prender y sostener

Después del velorio de mi abuelo, la casa quedó en un silencio espeso. No el mismo que había sentido de niña, escondida en un rincón mientras mis padres peleaban.

Este era otro tipo de vacío: uno que no hacía ruido, pero pesaba en el pecho como una piedra mojada.

Mis padres parecían llevar su propio duelo en soledad. Ya no discutían tanto, pero tampoco se hablaban como antes. A veces los miraba y pensaba que estaban juntos solo por rutina, como si el paso de los años los hubiera convertido en dos personas que simplemente compartían techo.

Algo en mí estaba cambiando.

Me endurecí más, aunque por dentro seguía rota. Me volví más callada, más observadora, más reservada. El duelo no me dio espacio para llorar, pero me empujó a crecer de golpe.

De modo que si la vida me dijera: "Te vas a caer, pero no hay tiempo para quedarte en el piso."

A mi hermana menor Luz intenté cuidarla más de lo que me correspondía. Mi madre, envuelta en sus ausencias emocionales, no siempre estaba presente y más en la escuela.

Así que fui yo quien se aseguraba de que hiciera los deberes, de que comiera, de que no se sintiera sola, de ir a buscarla, de llevarla y de que no falte a clases. A veces me enojaba, tener que ser adulta cuando todavía me dolía ser hija.

Mi hermano, Teo, ya estaba más grande. Pero se había vuelto hermético, como una pared que no deja pasar ni un rayo de luz, lo quería, pero no sabía cómo hablarle. A veces compartíamos una mirada, un silencio largo, como si supiéramos que estábamos en la misma canoa, pero sin saber remar juntos.

Comencé a trabajar. Nada importante, solo un local de ropa los fines de semana y por las tardes y a veces cuando la señora viajaba. Para mí, era mucho más que eso: era un escape, la primera vez que sentía que podía hacer algo por mí misma. Tener mi dinero, tomar decisiones pequeñas, vestirme como quisiera, responder con seguridad. Cada cliente era una oportunidad de construir una parte de mí que todavía no conocía.

A veces salía con mis amigas, eran pocas, pero reales. Las noches de salidas se sentía como respiraciones profundas. Bailábamos, reíamos, hablábamos de todo y de nada. Por un rato me olvidaba del peso que cargaba, del dolor no dicho, de la casa que no era hogar.

Pero siempre volvía.

Y al volver, me esperaba ese mismo silencio, la mirada de mi madre, cada vez más distante y a veces con odio... No hablábamos del abuelo.

No hablábamos de lo que me pasó con ese hombre.

No hablábamos de nada, en realidad, pero ya no era la misma.

Algo en mí empezaba a despertar, no sabía si era fortaleza o rabia. Sabía que no pretendía repetir sus historias. No quería que mi hermana creciera con miedo y que mi vida se resumiera en sobrevivir.

Quería empezar a vivir. Aunque doliera.

Lo que si estaba segura es de que no iba a ser como ellos. Esa vida no es para mí.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.