En el final del siglo…, de cualquier siglo, qué más da, un hombre anciano llama a su amigo, ayuda de cámara, mayordomo, todo o nada, pero si se nota, en su tono de voz, que le profesa un cierto grado de amistad. - Ven, amigo mío, siéntate que te quiero decir una cosita. El anciano, de tez morena, pelo escaso y blanco, cejas pobladas y grises, se notaba que antaño tubo un pelo negro azabache, ojos profundos, inquisidores, que te hacían temer que descubriera lo más profundo de ti, a la vez que desprendía confianza, empatía, miraba con contundencia, rudeza, bondad, parecía que tu estado de ánimo se reflejaba en su mirar, no era agresiva pero si imponía respeto, autoridad desprendían sus pupilas, que no autoritarismo; su nariz prominente, destacaba en su rostro, no era aguileña, aunque sí egipcia. Boca con labios finos siempre cerrada, pocas palabras salían de ella, las justas, rostro perfectamente afeitado a navaja, cosas de las costumbres, vestido con un batín abrazado por un ceñido del mismo y precioso color burdeos, estampado con flores de lis y boca mangas lisas, en los pies, pantuflas lisas de esas de "meter" el pie y una ropa de casa a juego con el batín. Estaba sentado frente a una chimenea de leña, arriba de esta, luce un escudé de armas, de la familia, por supuesto, los pies reposan en una otomana marrón, clásica, sin alardes ni estridencias. Su fisonomía recta, no reflejaba la edad que tenía, sino cuando abría la boca para decir algo, ya que sus palabras pesaban con la carga de los años. -ven, siéntate a mi lado, hazme uno de los últimos favores que me harás. Envía estas cartas, ya sabes que no soy amigo de Internet ni de teléfonos para las cosas importantes. Cogiendo un fajo de cartas, no más de diez, se lo entrego. Su amigo lo miró y sin decir palabra, asintió con la cabeza y se marchó. Sin saberlo era depositario de la última voluntad del anciano.
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Editado: 13.07.2022