El enigma

Capítulo 2: La reunión.

Allí estaban todos, de pie, frente a la puerta y nadie se atrevía a llamar, de pronto, escuchan como se abre, y detrás de ella un hombre, alto, como de 1,95 m de altura, rubio, fibrado, pero delgado, repeinado, de manos grandes, dedos largos, vestido con un traje negro, camisa anacarada y corbata del mismo color y tejido de la camisa, por su puesto zapato negro, muy clásico. No sé si era por el traje o por qué, pero me parecía de piel cetrina y que a duras penas llegaría a 80 kg.

  • El señor os ruega que paséis, no vayáis a enfermar.

Su voz era cálida, profunda, pero al mismo tiempo trasmitía un mandato implícito, y sin querer obedecieron y pasan a la casa.

Siempre llamaba la atención la decoración de la casa, sobria, antigua, o más bien atemporal, con cuadros de personas de la familia, o de gestas familiares, también hacían referencia al honor, al deber, a la disciplina, al saber estar, a la cultura, a todo aquello que conformaba el ser de un caballero moderno, como le gustaba decir al dueño.

El hall era un rectángulo cuyas partes más cortas estaban a derecha e izquierda, decorada muy barroca, con cuadros y estatuas y presidiendo este hall los retratos del padre y de la madre del anciano y en medio un cuadro del escudo de armas de la familia, indiscutible declaración de intenciones.

Pausadamente el larguirucho mayordomo nos invitó a pasar al salón, grande, cuadrado, con una chimenea al fondo, dos grandes librerías a los lados, con libros ordenados escrupulosamente, como si fuera una biblioteca, la altura era de unos cuatro o cinco metros, incontables la cantidad de ejemplares que tenía. No le faltaba ninguna disciplina en aquellas librerías.

  • Señor, su familia ha llegado.
  • ¿Toda?
  • No falta nadie, señor.

Con un gesto de su mano izquierda le ordeno que nos dejara, este, solícito, cumplió el mandato. Lentamente se volvió, no porque se lo impidiera la edad, sino porque estos golpes de dramatismo le encantaban, y antes de poder decir algo, su nieta salto sobre él, “abuelooooo, que ganas tenia de abrazarte” le dijo sin que el anciano pudiera ni siquiera balbucear. “Mi bella y joven mujercita, ¿no crees que tanta efusividad abruma a este pobre viejo?” fue lo primero que pudo decir con un nudo en la garganta. No hay que decir que su familia siempre fue lo más importante para él, sin lugar a dudas su orgullo y su legado.

Después que su nieta se quitara, literalmente, de encima, saludo afectuosamente a cada uno de los demás, sin grandes aspavientos, pero con calidez, cercanía, cariño, le pregunto por sus problemas y por sus alegrías, pero se paró expresamente en su sobrina, “coladorcito, ¿hoy que quité los detectores de metales no vienes ornamentada con tu chatarra?”. Ella se quedó fría, pensó que ya estaba abroncando su conducta como siempre hacía, pero esta vez era diferente. Sus pensamientos se interrumpieron con una sonora carcajada que lleno todo el salón, “jajajajajajaja, mi niña, era solo una broma, ven y abraza a tu tío”, con ojos llenos de lágrimas ella corrió hacia los brazos del anciano y lo abrazo, “gracias por quererme tal como soy”, le dijo al oído.

Al terminar el abrazo, se volvió a su sobrino, y le dijo “¿y mi despistado Einstein como esta?”, se apretaron las manos en un saludo eterno y sus ojos se clavaron unos en los otros, había conexión, química, parecían que podían leerse la mente el uno al otro. “Bien, tú sabes, siempre con mis cosas”. Era como una redundancia, evidentemente no estaría con las cosas de otro, pero quería dejar claro no que había cambiado, despistado, bohemio, inteligentísimo, pero despreocupado de todo lo del mundanal ruido como decía Santa Teresa de Jesús.

Pasad sentaros…Como si le hubiese leído el pensamiento al anciano apareció el “anoréxico” mayordomo con una limonada, café, té, algunos refrescos y unas pastas. “Muy oportuno, amigo mío, como siempre”, le dijo el anciano, el mayordomo solo le pudo devolver una sonrisa.

“¿Abuelo me puedo sentar en el puf?”, le pregunto su nieta. El anciano se volvió ágilmente, y al mirarla comprendió que solo quería chincharlo un poco, “Ay hija mía, tú y tus ganas de bromas siempre, bendita juventud”.

No le gustaba que a su otomana marrón la llamasen puf, parecía que rebajaban la calidad y solía decir que eran cosas diferentes, que la exactitud en el lenguaje era propia de las personas inteligentes, que para decir sandeces e inexactitudes ya estaban los políticos.

Departieron largo tiempo y hubo bromas, risas y algún que otro recuerdo para aquellos que faltaban, pero echaron la tarde de una forma lúdica, divertida, sin preocupaciones como decía el anciano.

De pronto el semblante del anciano cambió, se entristeció, se ajó como si recordara el propósito de aquella reunión familiar. Lentamente se fue hacia la librería derecha y apoyo su codo derecho en la chimenea, “hoy os he citado aquí porque tengo que comunicaros algo importante”. La voz del anciano lleno la estancia y todos enmudecieron, le miraron a la cara y supieron que el termino importante se quedaba corto para lo que le tenía que decir. Casi inmediatamente volvió a sonreír y dijo “pero primero cenemos que ya hay hambre, ¿verdad?”.




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