“El mozalbete se fue a tomar un baño, se aseo y cambió de ropa. Se puso los elegante ropajes de un noble, desayuno como un obispo y se puso a charlar con su padre. Este al verlo con sus antiguas ropas, cortas porque espigó y anchas porque sin duda, los votos de pobreza le habían pasado factura. Llamo a su sastre y lo agasajó con nuevos ropajes. El padre le pidió que le contase todo lo que supiera sobre esa orden de monjes guerreros que tanto revuelo estabas haciendo en Europa y por lo que se había interesado su hijo.
El padre siguió escudriñando a su hijo con la mirada y se dio cuenta que el anillo de la familia no lo llevaba puesto, por lo que pensó que se lo había quitado para no perderlo o incluso haberlo vendido para poder comer, ya que su extrema delgadez lo tenía meditabundo. Antes de empezar a hablar sobre el tema que lo había traído allí empezó a contestar las preguntas, en tropel, que le había hecho su padre sobre el anillo.
“Padre, le dijo, el anillo esta dado en prenda, pero no es lo que crees”. Empezó a relatarle como cuando llegó al monasterio iba una mujer con su hija a llevarles algo de comida y agua, la chiquilla tímida, no podía mirarlo al principio pero que poco a poco fueron hablando y entablando una amistad que con el paso de los días se fue convirtiendo en algo más. En ese momento el padre se puso en pie y dijo “Pardiez, ¿cómo has podido hacer eso en un convento?” El muchacho le invito a que volviera a sentarse y mantener la calma, ya que la chiquilla no conocía varón, ni el a mujer alguna.
También le comento que cuando le dijo a la chiquilla que quería irse a esa nueva orden de monjes guerreros, ella le dijo que lo esperaría siempre a que volviera por ella y el, por el amor que sentía por ella no pudo más que darle el anillo y decirle que ese día llegaría sin dudar.
El padre lo miró y poniéndole la mano en el hombre, le dijo “hijo mío, te has comportado bien, pero entonces ¿por qué vas a esa orden?” el hijo mirándolo a los ojos le dijo “porque quiero ayudar a los demás y ahora mismo no sé cómo hacerlo si no es así” El padre sorprendido lo abrazo, y le dijo que se había convertido en un hombre de bien.
Ahora el padre le rogó que le contara más sobre esa orden. El hijo solícito lo hizo, empezó diciéndole que no todos eran monjes, sino que solo habría que hacer unos votos, que comparados con los del monasterio no eran muy difíciles, castidad, obediencia y pobreza. Le dijo que el que mandaba en esa orden no era un prior ni un abad, sino el Gran Maestre y que en cada fortaleza había un Maestre que era como un enviado del Gran Maestre. Que su nombre era los pobres caballeros de cristo del templo de salomón. Que el Papa doto a esta orden de numerosos y exclusivos privilegios y que los caballeros de esta orden recibieron el emblema de su cruz. El sello de los soldados de cristo, que también se llamó así, eran dos caballeros montados en un mismo caballo y una inscripción alrededor que decía así, Sigillum Militum Xpisti. Que ese símbolo era por el voto de pobreza. Su padre se quedó sorprendido y le dijo que, si el Papa estaba tan a favor, no podría ser malo, y quizás habría elegido mejor que él.
El muchacho le dijo al padre que por favor le escribiera al Gran Maestre y le rogara le permitiera ingresar en la orden sin tomar los hábitos, ya que su idea era volver y casarse con la preciosa chiquilla a quien le dio el anillo. Aún a regañadientes el padre accedió a las peticiones de su hijo y escribió al Gran Maestre. En los días que pasaron hasta recibir noticias, el mozalbete no podía quitarse a la chiquilla de la mente y oraba porque todo fuera bien. Entrenaba con su hermano, como antaño, para recuperar la práctica perdida pero ahora lo hacía con más ahínco, y el hermano a duras penas podía contener los ataques del mozalbete.
Pasado un mes, avisaron que un jinete venia al galope hacia el castillo, traía al viento una capa blanca y una cruz roja que no conocía como emblema de ninguno de sus aliados, el padre le dijo que no sabía lo que decía y que lo hicieran llegar, lo agasajaran y cuidaran la montura y lo trataran como a él mismo.
Un hombre con facciones rudas, pelo castaño claro y gran envergadura andaba a grandes zancadas por los pasillos de palacio, abrió la puerta donde el padre y el chaval esperaban noticias y en poco menos de diez pasos llego ante ellos. “Señor os traigo misiva de mi señor El Gran Maestre del Temple.” Con una rodilla en tierra este levantaba un trozo de pergamino enrollado con el sello que el hijo le describió lacrado sobre un lazo rojo sangre con la cruz de la capa. El padre le rogo que levantara y se refrescara con cualquier licor que le ofreció, pero el templario rechazo cualquier agasajo. “Señor, dijo, si su contestación es positiva, tenemos que partir inmediatamente, escoltando a su hijo yo mismo hasta el más cercano castillo de nuestra orden, dejándolo en manos del Maestre del lugar”.
El Gran Maestre había accedido a la petición del padre, y del hijo, y lo instaba a que empezara cuanto antes su entrenamiento como caballero templario en el castillo más cercano. El Gran Maestre barruntaba algo y quería mover ficha el primero.
Sin más, se despidió de su padre y le entregó una carta para la chiquilla, rogándole al padre se la hiciera llegar y que la acogiera como una hija en su castillo hasta que el llegara. El padre asintió con la cabeza y partieron veloces hacia el castillo del temple que había a doscientas leguas del castillo familiar.”
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Editado: 13.07.2022