“La chica montó en el caballo, como montaban los hombres, a horcajadas, y tranquilamente al paso, marcharon hacia el castillo del señor del lugar. Por el camino el padre del jovenzuelo quiso ponerse al día con la muchacha, pero esta, al ser tan tímida, solía contestar con monosílabos, hasta que el padre le dijo que le contara como se conocieron su hijo y ella. La chica le contó lo mismo que su hijo, quizás algún sentimiento más, pero nada que diferenciar. El padre vio que era una mujer sincera y honrada, ya que no se aprovechó de su situación para exagerar ni aumentar nada. Con una agradable charla, poco a poco la chica iba hablando más, paso el camino, y antes de que se dieran cuenta estaban en el castillo.
La chica, sorprendida con tanta reverencia y actitudes de respeto, no podía más que ponerse colorada, ella no era dada a ser protagonista, ni siquiera estar en primera línea.
Cuando llegó al castillo, la estaban esperando las dos hermanas del joven, la miraron por todos lados, de arriba abajo y de delante a atrás, y cuando la chica creía que no era aceptada por las mujeres, la mayor de las hermanas dijo, “ves padre, lo que yo decía tiene mí misma talla, mi ropa le valdrá hasta que le hagamos la suya propia.”, la chica casi se desmaya de tanta tensión, con una reverencia, le dijo que estaba alagada por su generosidad. Las hermanas la abrazaron y pidieron a sus damas de compañía que la trataran como a ellas y que le prepararan un baño que tenía que prepararse ropa.”
“Eso siempre fue así entre las mujeres” y el anciano rio fuertemente.
“La chica se bañó y perfumó, se puso un vestido de su cuñada y bajó a comer. No pudieron por menos que girar la cabeza, la chica era bellísima, además el color del vestido solo hacía realzar más su atractivo natural.
En la cena empezaron a instruirla en los modales de la corte, y así se dijeron como comer, cuando sentarse y como permanecer educada siendo u poco mala.
Después le dijeron que la biblioteca del castillo estaba a su disposición, pero la chica, ruborizada, dijo que no sabía leer y sin más ordenaron al maestro de la corte le enseñara todos lo que una dama tenía que saber. La chica preguntó si podía mandar recado a su madre para decirle que llego bien y que no se preocupara, a lo que el noble, envió a su más rápido jinete a comunicárselo a la madre.
Pasaba el tiempo y a chica se iba convirtiendo en una dama. Leia y escribía, se refinaron los modales y cada vez se sentía más cómoda en la corte.
Un día, llegó un jinete templario al castillo, pidiendo audiencia con el señor. “Milord su hijo parte para tierra santa por orden del Gran Maestre” dijo con voz agitada y apresurada, quizás por el cansancio, quizás por la prisa que le metió el joven templario al comunicar que se lo llevara a su padre.
El padre se sentó en el trono, desangelado, sabía que cuando esto ocurría, nada bueno venía detrás. La chica estaba allí con su protector, palideció, a duras penas pudo sentarse y solo pronunció unas palabras, “mi amado”.
El padre se repuso esperando saber más en breves, pero en ese momento tenía que aguantar el tipo. Al ver su protegida solo pudo darle palabras de consuelo mientras ella lloraba desconsolada. En esto el hijo mayor entra en la sala, “¡Padre!, el papa ha decretado otra cruzada, ¿Sabes algo de hermano?
Cuidadosamente, el padre comunicó que su hermano había partido a tierra santa por orden del Gran Maestre. Seguramente entraría en combate, pero también aseguró que su hijo era lo suficientemente listo para mantenerse a salvo. Nunca ningún hombre de su familia había dejado de cumplir su palabra, y él prometió volver y casarse con su prometida. Estas palabras parecen que consolaron u poco a la chica, volviendo a colorear las mejillas, después de haberse quedado con un pálido cetrino al conocer las nuevas.
El hermano, sabiendo que las palabras del padre era más para dar consuelo que una verdad axiomática, mando jinetes a los nobles vecinos, al rey e incluso al papa, para ver que se sabía sobre la cruzada. Todos volvieron diciendo lo mismo que partían para tierra santa en nombre de Dios, para proteger los lugares sagrados de Jerusalén. El papa pidió que se unieran a la cruzada a la cruzada con lo que pudieran, ya que conocían que sus tierras lindaban con almorávides y almohades y bastante tenían con aguantar sus envites.
La chica todos los días pedía a Dios por su amado, hasta que un día recibieron carta con el lacrado del Gran Maestre del Temple. En ella comunicaba el joven que está bien, que al término de la cruzada volvería para casarse y que era del círculo más próximo del Gran _Maestre Estaba aprendiendo arameo y árabe, lenguas útiles en aquella zona y que deseaba que todos estuvieran bien.
Esa noche, en el castillo, fue la primera que se durmió bien desde la noticia de la partida del joven a tierra santa.
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Editado: 13.07.2022