El Ermitaño

Bella

En una cabaña oculta en las altas montañas vivía Eduardo: un médico de presencia imponente y carácter ermitaño. Había elegido la soledad, alejándose de lo que él llamaba la "hipócrita sociedad". En la inmensidad de sus tierras, pasaba los días entregado al trabajo duro, sembrando la tierra y talando árboles.

​Un día de frío invierno, mientras recorría el terreno, tropezó con algo inesperado: una mujer yacía inerte sobre la nieve. "¿Está muerta?", se preguntó con el corazón acelerado. Bajó de inmediato de su motonieve para examinarla. Aún respiraba, aunque débilmente. Con cuidado, la cargó en sus fuertes brazos y la depositó en el compartimiento de carga, cubriéndola con mantas antes de emprender el veloz regreso a la cabaña.

​Una vez allí, Eduardo puso en marcha sus conocimientos médicos. Le quitó la ropa congelada, la vistió con un pijama suyo y la arropó bajo mantas térmicas. Su temperatura rozaba la hipotermia; con paciencia, frotó sus manos y pies buscando devolverle el calor.

​Pasaron las horas y la desconocida seguía sumida en un sueño profundo, producto del shock. Sin embargo, el calor de la cabaña empezó a hacer efecto: la palidez mortal de su piel fue cediendo ante un suave tono rosado en sus mejillas. Era una mujer realmente hermosa.

​Preocupado por su falta de reacción, Eduardo realizó un examen más minucioso. No halló heridas externas, pero al revisar el cráneo, sus dedos tropezaron con una protuberancia: un golpe severo. "Parece que alguien intentó matarla", pensó con sombría preocupación.

​Eduardo bajó al pueblo más cercano por medicinas. Al regresar, inició un tratamiento intensivo de inyecciones cada ocho horas y vigilancia constante. Durante veintiocho días, la mantuvo hidratada con suero, cuidando de ella en cada detalle, incluso durante su ciclo menstrual, comprando lo necesario en el pueblo para mantener su higiene y dignidad.

​Una mañana, tras regresar de buscar víveres, Eduardo entró en la habitación y se detuvo en seco: ella estaba sentada a la orilla de la cama.

​—No te levantes, espera... te ayudaré —dijo él acercándose rápidamente.

​La ayudó a ponerse de pie, pero el mareo la venció y tuvieron que volver al colchón.

​—Voy a prepararte una sopa nutritiva para que recuperes fuerzas —le dijo con suavidad—. Pronto estarás bien. Por cierto, ¿cómo te llamas?

​Ella guardó silencio un momento, con la mirada perdida.

—No lo sé... —respondió aturdida—. No recuerdo nada, ni siquiera mi nombre.

​—Puede ser amnesia postraumática —explicó él—. Te recuperarás poco a poco.

​—¿Y quién eres tú?

​—Soy Eduardo. Te encontré en la nieve, inconsciente. Has pasado casi dos meses sin reaccionar, pero hoy has vuelto. ¡Bienvenida a la vida de nuevo! Te llamaré "Bella", como la Bella Durmiente, es un nombre hermoso.

​—Está bien —respondió ella pensativa—. Algún nombre debo tener.

​Con el paso de los días, Bella fue recobrando la salud. Una mañana, decidió sorprender a Eduardo preparando el desayuno. Cuando él entró, se detuvo sorprendido por el aroma.

​—Buenos días, Bella. ¿Qué haces?

​—Quiero ayudar, ya me siento bien. Siéntate, he preparado el desayuno.

​Eduardo comió con gusto, agradecido.

—Venía corriendo para cocinar, gracias por esto.

​—Lo haré todos los días. Tengo mucho que agradecerte, te debo la vida.

​—No me debes nada, pero gracias... ¡esto está riquísimo!

​Bella no solo recuperaba fuerzas, sino también destellos de su pasado. Mientras preparaba platos exquisitos con los ingredientes que Eduardo traía del huerto y del pueblo, comentó:

​—Pareces un chef profesional —observó él.

​—Sí, creo que siempre he cocinado así —respondió ella con nostalgia—. Me viene a la memoria una cocina enorme, con muchos ayudantes... y yo al mando.

​—Eso es bueno, vas recordando.

​Sin embargo, el miedo nubló sus ojos.

—Tengo miedo de que intenten matarme de nuevo. ¿Dónde viviré? ¿Quién me buscará?

​—Cuando lo recuerdes todo, podrás ir a la policía. Por ahora, mañana iré a la ciudad a entregar una carga de madera. Regresaré al día siguiente.

​—No quiero quedarme sola tanto tiempo —suplicó ella—. ¿Puedo ir contigo?

​—Está bien, vamos. Quizá ver la ciudad te ayude a recordar.

​Partieron en el camión bajo el sol de otoño. Al pasar por el lugar del hallazgo, Eduardo señaló:

—Aquí te encontré. Todo era nieve entonces.

​—Gracias, Eduardo. Nunca me cansaré de decírtelo.

​Tras tres horas de viaje, llegaron a la ciudad. Después de dejar la carga, Eduardo la llevó a una zona comercial e insistió en regalarle un vestido. En la tienda, Bella eligió uno de color verde. Al salir del probador, Eduardo quedó sin aliento.

​—¡Guao! Te ves... hermosa.

​El verde del vestido hacía que sus ojos resplandecieran como dos grandes esmeraldas, resaltando su cabello dorado y su figura escultural.

​Esa noche, se hospedaron en una habitación doble del hotel, pues Bella aún temía la soledad.

—Vamos a bailar —propuso Eduardo—. Es la oportunidad perfecta para lucir ese vestido.

​Tras una ducha, Bella apareció en el salón del hotel. Con el cabello suelto y un toque de maquillaje, no era solo una mujer rescatada de la nieve; era una visión radiante que iluminaba todo el lugar.



#2613 en Novela contemporánea
#10792 en Otros
#1898 en Acción

En el texto hay: persecucion, secuestros, atentados

Editado: 03.09.2024

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.