Hace mucho tiempo atrás, cuando el castigo de Dios pesaba con ligereza sobre la humanidad, los animales más dóciles poseían la capacidad de interactuar con los seres humanos.
Cuenta una historia en ese tiempo ya olvidado, que existió un regalo divino en forma de flor que representaba la bondad y la misericordia de Dios.
La misteriosa flor fue apodada como la flor del arcoíris. Según se decía en las viejas leyendas, esa maravillosa flor era dueña de los siete colores del arcoíris. En su interior se escondía una fragancia tan exquisita, que quienes la percibieron jamás la pudieron olvidar. La describieron como una mezcla de aromas, tales como el jazmín, la azucena, la madreselva y el franchipán. Aquella flor era capaz de cumplir el milagro más anhelado por los seres humanos: la inmortalidad. Los colores plasmados permitían recordar la promesa que Dios hizo tiempo atrás.
Decíase en la lengua de los ancianos que el interior de la flor contenía rocío cristalizado, y que ésta servía para curar todos los males, incluso los más mortales.
Esta historia comienza con un viejo gruñón llamado Abdón que vivió en Althiere cerca del siglo I. Fue considerado por todos como una persona mala que trabajaba con egoísmo por el simple placer de añadir más años a su propia supervivencia.
Abdón fue abandonado por sus hijas cuando la vejez tocó su puerta. Ese acto de crueldad endureció su corazón lastimado, y la sociedad hipócrita en la que vivía se encargó de hacer de él, una persona miserable acechada por el remordimiento y la desesperanza. El golpe que le ocasionó el abandono le quitó todo, incluso las ganas de seguir viviendo. Sobrevivía solo porque consideraba incorrecto darle la espalda a Dios acortando su vida a propósito. Con el paso del tiempo se volvió un ermitaño. Vivía de la caza y de la agricultura. A menudo, malhumorado, atacaba con grosería a todos aquellos que intentaban mostrar un poco de compasión. Es cierto que hacía mal, pero tantas decepciones en la vida se habían encargado de encerrarlo en un caparazón que lo aislaba del mundo.
Tiempo después se hartó de la vida pueblerina. Tanta algarabía terminó por ahuyentarlo. Un día saliendo de caza a las montañas de Elest, encontró un lugar que consideró perfecto para pasar los últimos años de su vida. Ni corto ni perezoso empezó a salir a diario con herramientas en mano, y se propuso construir su propia vivienda.
Afortunadamente Abdón sabía mucho de carpintería. Había sido en su juventud un carpintero que gozaba de una vida cómoda. Tomó la costumbre de salir todos los días hacía las montañas para construir su propia cabaña, y así, retirarse del mundo.
Ese comportamiento en extremo sospechoso lo volvió la comidilla del pueblo, y no faltaron las personas que lo calumniaron y lo acusaron de crimines atroces como la brujería. Al final todo se aclaró y las palabras nefastas quedaron reducidas a simples difamaciones que pudieron costarle la vida.
Meses después de arduo trabajo logró construir su cabaña. También hizo un jardín en dónde cultivó sus propios alimentos, y se llevó armas de caza para poder conseguir carne. Pues saltaba a la vista que si quería consumir carne tenía que conseguirla por cuenta propia ya que no quería regresar al pueblo bajo esa pobre excusa. Ya mucho daño le había ocasionado de manera inconsciente.
Lo primero que hizo después de mudarse fue adentrarse al bosque con la excusa de conseguir más leña. La cruda ventisca le advirtió que se avecinaba una tormenta. Sin embargo al viejo poco le importó. Miró a su alrededor y se sintió embelesado con toda esa elegancia que la naturaleza, atenta y piadosa, le regalaba. Se sintió hechizado ante tanta belleza, pero al mismo tiempo, se sintió solo al no tener con quien compartir ese pequeño instante de felicidad.
Desesperado hizo caso omiso a sus sentimientos y siguió recorriendo el bosque en busca de frondosos árboles. El invierno se acercaba a pasos gigantes y Abdón necesitaba de mucha leña para sobrevivir a esos tiempos turbios. De pronto, como si fuese un acto de bondad, el cielo se encendió, ocasionando un ruido que alertó al viejo.
—¡Bah, que importa! Nunca he visto a alguien morir en una tormenta —se consoló.
Siguió caminando, y cuando se alejó lo suficiente para no poder distinguir su cabaña, se detuvo. Alzó su hacha para cortar la leña. Cuando terminó, sacó un canasto que cargaba a sus espaldas, y lo llenó. Una vez concluida su tarea, dio media vuelta y se dispuso a volver a casa, cuando un sonido que no provenía del cielo, lo alarmó.
—Entendería si fuera del cielo aquel sonido, pues sería una advertencia de Dios sobre la tormenta que se aproxima, pero no ¡Ha sido el crujir de unas hojas lo que me ha alertado! —susurró.
Escuchó azorado el crujir de las hojas, y alertado, alzó su hacha. Comenzó a caminar en línea recta, pero de pronto cambió de idea ¿y si se trataba de una serpiente? Abdón contempló la idea, y como si fuera una revelación divina, cambió su estrategia. Empezó a caminar en forma de zigzag. Consumido por sus pensamientos siguió su rumbo, pero otro ruido en seco volvió a alertarlo.