Capítulo 2: La Estrategia y el Dragón de las Galletas
Título del video de YouTube: CABALLERO MEDIEVAL EN EL SUPERMERCADO| Reacciona a comida moderna
luz del atardecer se filtraba por las persianas del apartamento, iluminando motas de polvo que danzaban como espíritus minúsculos. En el centro del caos organizado de la sala, Harold ajustaba con manos temblorosas de emoción su teléfono, apoyado en una precaria torre de libros de texto. Sir Edward observaba la escena con una mezcla de profunda suspicacia y resignación, sus brazos cruzados sobre el gambesón de cuero, una estatua de incredulidad en un santuario de la modernidad barata.
"¡Bien!" anunció Harold, frotándose las manos con un entusiasmo que parecía capaz de generar su propia electricidad. "Primer día de grabación oficial. El tema es simple: te muestro cosas de este mundo y tú reaccionas. Es fácil, ¿verdad?"
"'Reaccionar'", repitió Edward, la palabra sonando extraña y hueca en su boca. "Un concepto vago y peligroso. Si identifico una amenaza, ¿debo 'reaccionar' desenvainando mi acero?"
"¡No! ¡Por el amor de todos los algoritmos benditos, no!" Harold hizo una mueca de pánico, como si ya visualizara las funas en la plataforma. "Reaccionas con... palabras. Con curiosidad. O con ese sarcasmo seco tuyo que es oro puro para nuestro público." Agarró de la mesa un cartón de leche. "Empecemos con lo básico. ¿Qué es esto?"
Edward se inclinó, sus ojos grises escudriñando el envase con la intensidad de un halcón examinando una presa desconocida. "Un odioso recipiente embrujado," declaró con desdén. "El líquido blanco en su interior... ¿es leche de qué bestia exactamente? Huele a... resignación y hechizos."
Harold soltó una carcajada y giró la cámara hacia su propia cara, un éxtasis de creador iluminando sus facciones. "¿Lo ven? ¡Es genial! ¡Autenticidad pura!" Apagó la grabación momentáneamente. "Ok, siguiente." Agarró una lata de refresco. "¿Y esto?"
Edward la tomó con cautela. La sacudió ligeramente cerca de su oído y retrocedió, alarmado, al escuchar el silbido del gas comprimido. "¡Contiene un espíritu pestilente y efervescente! Es una trampa para alquimistas principiantes, sin duda." La miró con una profunda y arraigada sospecha. "No confío en ella."
"¡¡Sí!!" Harold apagó la cámara, saltando de euforia. "¡Edward, esto es brillante! La gente se va a enamorar de tu... tu integridad preindustrial. Pero necesitamos más. ¡Necesitamos una misión, una aventura urbana!"
---
La "misión", tras una negociación que Harold comparó con "convencer a un gato para que se bañe", consistió en una expedición al supermercado local. Harold lo enmarcó como una visita al mercado, abierta a todos los plebeyos. Edward, por su parte, lo vio como lo que era: una incursión de reconocimiento en territorio hostil.
El establecimiento era un templo de luces fluorescentes y exceso de alimentos. Edward se detuvo en la entrada, abrumado por la cacofonía de olores —pan recién horneado, detergente, pollo asado— y el zumbido de los frigoríficos. Harold, caminando de lado, grababa de forma tan discreta como un elefante en una pista de patinaje.
"Bienvenidos a la prueba de fuego," susurró para el micrófono del teléfono, su voz temblorosa por la emoción. "Damas, caballeros, os presento: un caballero medieval en el pasillo de los lácteos. Observen."
Edward estaba plantado frente a una nevera abierta, un mar de cartones de leche blancos, azules y rojos. Fruncía el ceño, su mirada recorriendo las etiquetas. "¿'Desnatada', 'semidesnatada', 'entera'...?" murmuró, incrédulo. "¿Acaso herejan la leche? ¿La juzgan por su gordura? En mi tierra, la leche es leche. Esto es... una herejía láctea."
En ese momento, una señora de edad avanzada se acercó para coger un cartón que estaba justo delante de él. Edward, movido por un instinto caballeresco tan natural como respirar, se giró, tomó suavemente la mano de la mujer —arrugada y fría— e hizo una pequeña y elegante reverencia.
"Permítame,dama. Sus canas merecen toda mi cortesía y asistencia," dijo con solemnidad, colocando el cartón de leche en sus manos.
La señora, lejos de sentirse halagada, palideció y retiró la mano como si hubiera tocado una brasa. "¡Joven, no sea fresco! ¡Seguridad!" gritó, mirándolo con una mezcla de indignación y miedo.
El pánico creativo se apoderó de Harold. "¡Es para un video! ¡Es un actor! ¡Un... actor muy metido en su papel!" exclamó, interponiéndose entre el caballero y la enfurecida dama mientras empujaba a Edward hacia el pasillo de los cereales. "¡Lo siento, señora, mil disculpas!"
Edward, arrastrado por la corriente de la retirada táctica de Harold, parecía genuinamente desconcertado. "¿He ofendido a la dama? Solo intentaba actuar con la galantería que mi código exige."
"¡Aquí la galantería espontánea puede ser interpretada como 'acoso' y te puede llevar a que te detengan!" le espetó Harold, sin aliento. "¡Regla número uno: manos quietas y espacio personal!"
---
El clímax de la expedición llegó en el pasillo de las galletas. Allí, un niño de no más de cinco años había declarado la guerra a su madre, desplomado en el suelo como un tirano en miniatura. Sus gritos eran agudos y desgarradores, una sinfonía de frustración porque su madre se negaba a comprarle unas galletas de chocolate.
Edward observó la escena con los ojos muy abiertos. "Por los dioses... ¿El retoño está poseído por algún espíritu iracundo? ¿Es un duende de la montaña en pleno arrebato?"
Harold, sin embargo, no podía creer su suerte. El teléfono ya estaba grabando. "No, no, es solo un berrinche. Muy normal. El pan de cada día."
"'Normal'", repitió Edward, y su expresión se transformó de la curiosidad a una determinación absoluta. "Su angustia es palpable. Un caballero no puede permitir que un inocente sufra tal tormento, sea humano, duende o bestia menuda."
Antes de que Harold pudiera articular un "no" o siquiera pensar en agarrarlo, Edward se acercó al niño con paso firme y resonante. Se irguió ante el pequeño, cuya rabieta cesó abruptamente al ver la imponente figura de metal y cuero. Con una calma aterradora, Edward no desenvainó su espada, sino un puñal pequeño y ornamentado que llevaba en el cinturón. El rostro de la madre se volvió de un blanco cadavérico y Harold sintió que el mundo se teñía de negro por un instante.