Título de YouTube sugerido: El Caballero vs La Máquina Infernal | Lavandería Apocalíptica
Un muro invisible, denso y palpable, golpeó a Harold en cuanto cruzó el umbral de su apartamento. No era un muro de ladrillo y cemento, sino de olor. Una espesa atmósfera que olía a caballo sudoroso, a hierba húmeda pisoteada y a una humedad antigua, como la de una catedral de piedra abandonada al musgo. (El aire mismo sabía a Edward.)
—¡Woah! —exclamó Harold, sofocándose un poco con el pestilente éter caballeresco—. ¿Qué es eso? ¿Huelo a... a establo? ¿A humedad ancestral? ¿A... a Edward?
Desde el sofá, una figura imponente y serena alzó la vista de un folleto de pizza que estudiaba con la solemnidad de un manuscrito sagrado.
—Es el aroma del honor y la campiña, escudero —declaró Edward, su voz un eco grave en la habitación—. Un recordatorio perfumado de la tierra de la que fui arrancado.
—¡Es un recordatorio de que necesitamos una máscara de gas! —replicó Harold, recuperando el aliento—. Edward, lo siento, pero hay reglas de convivencia. La más importante: la higiene. Tu armadura y tu ropa... necesitan un baño.
El caballero se puso firme, el metal de su armadura emitiendo un sonido leve.
—Ya me bañé en el"caudal del grifo". (Fue una experiencia... punzante.) Mis vestiduras se limpian con agua de río y se frotan con arena fina, como manda la tradición.
Una sonrisa se dibujó en los labios de Harold, pero no era una sonrisa de alegría. Era la sonrisa tensa de quien acaba de concebir un plan genial . Un brillo de " Idea creativa" encendió sus ojos.
—Olvídate del río.Hoy te mostraré las Aguas Mágicas Giratorias. ¡Te prometo que es mucho más épico!
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El Templo de las Aguas Giratorias, conocido por los lugareños simplemente como "la lavandería del barrio", era un lugar de zumbidos constantes y un calor húmedo. Edward cruzó la puerta con la cautela de un felino entrando en un santuario ajeno. Sus ojos, acostumbrados a los vastos horizontes y las sombras de los castillos, escudriñaron las hileras de lavadoras con una mezcla de reverencia y suspicacia.
—Este lugar... retumba con un poder extraño —murmuró, su voz un susurro grave que se perdía entre el traqueteo metálico —. Esos sarcófagos de metal... ¿contienen almas en pena?
—Se llaman lavadoras, Edward —aclaró Harold, abriendo la puerta de una con un chirrido metálico mientras sostenía el celular, grabando—. Metes la ropa sucia, añades un poco de pócimas, y ella te la devuelve limpia y perfumada.
Al llegar el más joven buscó un punto estratégico donde colocar su celular. Con la eficiencia de un ritual doméstico, Harold comenzó a separar la montaña de ropa. —Lo primero: separar. Blancos con blancos, colores con colores.
Pero Edward no lo entendió. Con un movimiento rápido, le arrebató su túnica sucia de las manos.
—¡¿Separar?!—rugió, ofendido— ¡Un caballero no divide sus posesiones! ¡La lana y el lino deben sufrir y purificarse juntos! ¡Es un vínculo sagrado!
—¡El único vínculo sagrado aquí es evitar que tu ropa blanca se tiña de rosa! —replicó Harold, forcejeando por recuperar la prenda—. ¡Dame eso!
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El teléfono móvil de Harold vibró .Mientras el más joven le daba la espalda para revisar, Edward decidió que el ritual de los "sarcófagos giratorios" necesitaba una mejora.
—Gira... con furia —murmuró—. Pero carece de esencia. Un ritual de purificación requiere elementos de la tierra.
De un pliegue de su ropa, sacó un puñado de hierbas aromáticas y secas que había llevado consigo desde su mundo, el último vestigio de los prados de su hogar. Con solemnidad, las introdujo por la ranura del detergente. Luego, su mirada se posó en un bote de suavizante de color azul celeste, que confundió con un aceite sagrado para pulir armaduras. Sin dudarlo, vertió medio bote directamente sobre la ropa que giraba en el interior.
El regreso de Harold fue anunciado por un grito ahogado.
—¡EDWARD!¿Qué has hecho? ¡Eso no es...!
Un nuevo aroma se elevaba en el aire, una monstruosa amalgama de flores de jardín empapadas en un olor rancio
—Es una mezcla secreta de la Orden del Grifo —declaró Edward, orgulloso, inflando el pecho—. Ahora la esencia de los manzanos de mi tierra impregnará las telas.
No hubo tiempo para más explicaciones. De repente, la lavadora emitió un gruñido gutural, como un trol con indigestión. Todo su cuerpo comenzó a vibrar con violencia, saltando y arrastrándose por el suelo como poseído. Por las juntas empezó a brotar una espuma rosada y espesa, inundando el suelo con su esencia pegajosa y perfumada.
Edward no lo dudó. Con un movimiento reflejo, su espada salió de la vaina con un sonido cortante.
—¡La bestia se rebela!—gritó, apuntando con la hoja al artefacto convulso—. ¡Retroceded, Harold! ¡Yo me encargaré de domar su furia!
—¡NO ES UNA BESTIA, ES QUE LA SOBRECARGASTE! —gritó Harold, abalanzándose no hacia el caballero, sino hacia la lavadora, abrazando su carcasa vibrante para evitar que saliera despedida—. ¡Y EL SUAVIZANTE LA HA VUELTO LOCA! ¡GUARDA ESA ESPADA ANTES DE QUE NOS ECHEN DE AQUÍ!
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Las consecuencias llegaron en forma del dueño del establecimiento, un hombre con bigote y una expresión de cansancio eterno que no se inmutó ni ante el caballero armado ni ante el charco de espuma rosa. Los echó con una calma exasperada después de que Harold pagara los daños, murmurando algo sobre "jóvenes y sus extravagancias".
La caminata de regreso al apartamento fue silenciosa, cargada con el peso de la ropa húmeda, teñida de colores extraños y oliendo a flores mezclado con podrido. Harold contempló el montón de prendas arruinadas y dejó escapar un suspiro que parecía salir de lo más hondo de su alma.
—Bueno... hay un lado positivo —dijo, rompiendo el silencio.
Edward, contemplando su túnica, ahora de un color salmón dudoso que habría avergonzado a un bufón, murmuró con amargura:
—¿Qué puede ser bueno cuando mi orgullo caballeresco yace hecho añicos y mis vestiduras huelen a derrota perfumada?