El Espectro en el Cobertizo

XVII - EL MISTERIO

Próximo estaba el atardecer,

Abelita permanecía algo malhumorada y ayudaba a su madre que había regresado de la compra de suministros. Su hija, por otra parte, observaba a los niños del barrio jugar con la nieve.

La joven no jugaba hacía alrededor de 3 años, en que su padre se marchó de la casa.

Solía encerrarse y, así, acabaría convirtiéndose en una dedicada lectora. Fanática de las fábulas infantiles. Día tras día, se recluía en el dormitorio de su madre y tomaba los libros de la biblioteca ordenados por colores. Desde la distancia, los mismos, conformaban un arcoiris, y, en caso de algún blanco o negro, Abelita les plastificaba un tejuelo de color para mantener dicha clasificación

Algunos días no había entretenimiento, su madre tomaba enormes manuales y le enseñaba Literatura Universal.

Ahora Bell, caminaba entre los estantes del fondo bibliográfico de la abuela Nona. Se clasificaban según Dewey y el ordenamiento era incomprensible para la joven que solo veía números y letras.

A traves del extenso recorrido, advirtió el libro que le habían prometido para cuando cumpliese los 18.

Faltaban aún 7 años para dicha edad. Pero Bell, esgrimía curiosidad suficiente como para echarle un vistazo al libro.

Su madre y abuela seguían ocupadas en una densa conversación. Así que, cuidadosamente, tomó el deteriorado libro y lo tendió sobre una extensa mesada dónde se recostaban otras obras sin clasificar. Lo abrió a la mitad y alzó el ceño.

En la letra «F» aparecía, entre diversas páginas, el retrato de un hombre de barba y melena grisácea encima de un pálido corcel. Al leer su nombre, en voz alta repitió:

Furcas

Pensativa, observó a los lados. Buscaba una letra inicial que representara lo que buscaría a continuación. Y, eligiendo la letra «D», cerró la enciclopedia gótica, volvió a abrirla y encontró una nueva criatura. Asemejaba a una enorme serpiente con cabeza humana y repitió su nombre en voz alta.

– Dru... Drubiel

Tartamudeó, leyendo detenidamente. Y, desde el fondo, se distendía una conversación incesante, en la sala de estar, entre Abelita y Nona.

El atardecer en Crystal Forest generaba un repentino temporal de nieve que obligó a todos los vecinos a encerrarse en sus hogares.

Desde la ventana, en la cocina, Abela, contemplaba, con los brazos cruzados, como su coche se convertía en un extraño relieve de nieve.

Intentaba rememorar que pudo olvidar de hacer en su cabaña el día anterior. Tan pronto avizoraba las calles como un denso monte blancuzco, recordó al camión y su pala. Aquél que solía abrir las carreteras para liberar el tránsito.

– Pobre hombre... Cómo estará trabajando... –

Musitaba, a medida que la abuela Nona preparaba un caldo de pollo en una olla y observaba a su hija con cierto desdén.

– ¿Abela? ¿Qué sucede? –

Abela negó con la cabeza y se dirigió a posar los cubiertos en los tres sitios que utilizarían de la mesa. Los mismos se recostaban encima de un mantel que llevaba bordeadas caricaturas de ositos polares haciendo diversas acciones.

Nona sentía importante generar paz y alegría en Bell. Ambas mujeres aún trabajaban en prepararla para su adolescencia en ausencia del padre.

– ¿ Por qué no vas por la nieta, así cenamos? –

Abela no emitió palabra alguna y, retirándose, superó diversos ambientes oscuros, repletos de cuadros y adornos. De pronto, tuvo una extraña sensación y, llevándose las manos al cuello, recordó que le había entregado su bufanda a Bell para no preocupar a la abuela.

Sintió un escalofrío al intentar recordar dónde podía haber extraviado la bufanda su hija, a medida superaba los sofás de terciopelo en el Living-Comedor.

Así, procedía a acceder a una amplia sala de estar, cruzada por dos pasillos. El hogar plenamente encendido fortalecia la temperatura, consiguiendo deshacerse del escalofrío.

Mientras un pasillo llevaba al exterior, el otro guiaba al área de estudio y esparcimiento, adónde se hallara la biblioteca de Nona..

La idea de la bufanda aún permanecía fija en la mente de Abela. Puesto que recordaba con claridad lo que hizo previo al viaje. Memoraba dirigirse al Buick y encenderlo. Incluso juraba haber visto a Bell de reojo, llevando la bufanda a rombos en torno a su cuello y, aguardando delante del galpón.

Como remanente de memoria, desatascándose de millares de pensamientos, recordó uno de sus deberes inconclusos y balbuceó:

– ¡La puerta del cobertizo! –

Tras ello, se dio una leve palmada en la frente e intentó recordar que podía desperdiciar, producto del temporal, y acabó soltando la idea al llegar al picaporte que atravesaba la biblioteca.

Atinaba a superarla, cuando recordó que allí, en el fondo, alojaba algunas cajas con vestimentas y objetos de valor de Jeff, el padre de Bell.

– ¡Diablos! –

Musitó y, tras un suspiro, procedía a internarse, cuando oyó un repentino ruido y el chillido angustiante de Bell.

Apresurándose la joven, para dejar todo en orden, tuvo un tropiezo y el deteriorado libro, prometido para sus 18, cayó sobre el suelo. Abierto de par en par, enseñaba dos retratos. Uno por cada carilla.

Tras alertar aquello, en la letra «V», se quedó observando con detenimiento ambas imágenes y su angustiado gemido estremeció a su madre.

– ¿Bell? ¿Estás aquí? –

La madre corrió para sujetarla en brazos, al notar lo aterrada que se veía y, tratando de desviarle la mirada, pesó la cabecita sobre su hombro. Entretanto, intentaba advertir que pudo haberla asustado, e inmediatamente comprendió. Su hija había estado viendo el libro aquél. De prisa leyó, conteniendo el silencio, los nombres que representaban cada retrato.

A la derecha, un duendecillo alado de rostro horroroso, contemplando a niños que dormían placidamente, respondía al nombre de Vrykolakas. Mientras que a la izquierda, cubierto por una densa neblina, un hombre de rostro pálido, mirada fija y unos protuberantes colmillos bajo el labio superior que respondía al nombre de Vampiro.



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En el texto hay: misterio, gore, sobrenaturales

Editado: 19.10.2022

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