El eterno traidor

Capítulo 7

La noche es un tapiz de sombras y murmullos, donde las veladoras titilan como guardianes de secretos y el asfalto exhala el calor del día. En un callejón, bajo un farol que parpadea como si temiera apagarse, Julián —Il Viandante, Judas Iscariote— enfrenta a Sania, la mujer que ha rasgado sus máscaras con la precisión de un cuchillo de obsidiana. El bullicio de la Ciudad de México se desvanece, dejando solo el latido de dos almas malditas. Sania, con su cabello negro como la noche y ojos que cortan el tiempo, no es solo una descendiente de La Malinche; es un huracán que lleva en la sangre el eco de traiciones milenarias y rituales que hablan con lo invisible. Su presencia desarma a Julián, no por su belleza, sino por la forma en que sus palabras penetran su alma, desenterrando verdades que ha enterrado durante siglos.

Sania está tan cerca que Julián siente el calor de su aliento, un contraste con la brisa fría que recorre el callejón. Su amuleto de obsidiana, colgado al cuello, pulsa como un corazón antiguo, y sus ojos, profundos lo atrapan.

—No eres solo un hombre que huye, Julián.

Dice, su voz un filo que corta sin derramar sangre.

—Eres un eco de algo roto, un traidor que lleva el peso de un beso que cambió el mundo. Vi tu huerto de olivos, tu moneda de plata, tu arrepentimiento que no encuentra fin. Dime, ¿quién eres realmente? ¿Por qué traicionaste al Nazareno?

Julián retrocede, sus manos rozando la pared áspera del callejón, buscando un ancla contra el torbellino que es Sania. Por primera vez en milenios, siente que su conocimiento —acumulado en Constantinopla, en las Américas, en los palacios de Florencia— se tambalea. Él, que ha moldeado imperios con estrategias maquiavélicas, que ha seducido pueblos con su carisma, que ha dibujado planos que desafían el tiempo, duda. Sania no solo ve su pasado; lo desarma, cuestionando la certeza con la que ha justificado sus actos.

—Tú no sabes lo que es cargar siglos, murmura.

Pero su voz carece de la fuerza que una vez doblegó reyes.

—He visto mundos nacer y caer. He construido y destruido. Mi traición… no fue solo un error.

Sania da un paso más, su mirada atravesándolo como si pudiera leer las inscripciones de su alma.

—¿Crees que tus siglos te hacen sabio, Judas? ¿Que tus palacios, tus fronteras, tus rosas negras te dan verdad? Todo eso es ceniza. Vi tu altar, el espejo que guarda almas, el cuchillo que canta lamentos. Vi a las mujeres atrapadas en tus llamas, a Clara llorando tu nombre, a Valérie perdiéndose en tu maldición. Tu conocimiento es una cadena, no una corona. Dime por qué besaste al hombre que amabas. Dime por qué sigues corriendo.

Sus palabras no son solo un desafío; son un ritual, un conjuro que desgarra las defensas de Julián, haciendo que el peso de sus siglos se sienta, por primera vez, como una carga vacía.

Julián cierra los ojos, y el callejón se desvanece. En su mente, Getsemaní resurge: los olivos retorcidos, la luna sangrando plata, el año 33 palpitando como una herida abierta.

—Yo lo amaba, confiesa.

Su voz un susurro que tiembla como el farol.

—Jesús era luz, pero también un enigma. Hablaba de un reino que no veía, sanaba con manos que no podía comprender, miraba con ojos que me hacían sentir pequeño. Pero el mundo era un yugo: Roma, el templo, la miseria. Quería un Mesías que liberara, no que perdonara. Los zelotes me hablaron, me dieron monedas que no me importaban. Creí que mi beso lo obligaría a revelarse, a llamar a los ángeles, a ser el guerrero que soñaba. Pero cuando lo entregué, cuando sus ojos me miraron sin odio, solo con amor, supe que había roto algo que no podía reparar.

Sania no se inmuta, pero su mano roza el amuleto, y el aire se carga con un calor que no es de este mundo.

—¿Y te arrepientes, Judas? ¿Valió la pena? ¿Es justo que pagues con este tormento, con las mujeres atrapadas, con el altar que te persigue?

Julián siente el eco del espejo rajado, del cuchillo de plata, del libro en blanco que respira en Toscana.

—Me arrepiento cada instante, admite.

Su voz quebrándose como vidrio.

—No por las monedas, no por el castigo. Me arrepiento porque lo amé y no lo entendí. Su muerte cambió el mundo, pero no sé si mi traición fue parte de su plan o un error que lo destrozó todo. Mi sufrimiento… no sé si es justo. Cuando me ahorqué, creí que acabaría. Pero una voz en las llamas me ofreció vida, a cambio de renacer, siempre débil, siempre atado. Las mujeres, Clara, Valérie… son mis nuevas culpas, pero a muchas otras las dejé atrás, mi intento fallido de romper el ciclo. Pero tú, Sania…

Su voz se detiene, y por primera vez, una chispa de luz cruza su rostro agotado.

En medio del dolor, Julián siente algo nuevo: un calor en el pecho, un alivio que no ha conocido en siglos. Sania, con su maldición gemela, su saber que rivaliza con el suyo, es la primera que lo ve por completo, no como Il Viandante, no como Julián, sino como Judas.

—Tú eres diferente.

Dice, casi sonriendo, aunque el peso de su confesión lo aplasta.

—Nadie, ni en Constantinopla, ni en las Américas del sur, ni en Toscana, me ha mirado como tú. Tus ojos ven las llamas, la soga, mi verdad. Por primera vez, no estoy solo.

El gozo es frágil, mezclado con miedo, pero real. Sania, con su herencia de milenaria, su fuerza que desafía el tiempo, es un espejo que refleja su alma rota, pero también una promesa de redención.

Sania, sin embargo, no cede.

—Tu alegría no borra tu deuda, Judas. Las mujeres atrapadas… todos pagan por ti. Si quieres ser libre, enfrenta el altar. Libéralas, y quizás liberes al Nazareno que aún llevas dentro.

Su voz es un canto, pero también un ultimátum, y Julián siente que sus siglos de conocimiento —sus estrategias, sus palacios, sus huidas— se desmoronan ante ella. Ella no solo lo desafía; lo hace dudar de la verdad que ha construido para sobrevivir. ¿Es su saber una fortaleza o una prisión? ¿Es su traición un error o un destino? Por primera vez, no tiene respuestas, pero la presencia de Sania, su igual en maldiciones, lo llena de una esperanza que duele.




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