Sania, hija de las Flores Negras, enfrenta a Julián con una intensidad que desgarra el velo de sus siglos. Sus ojos de obsidiana, profundos como los cenotes de Yucatán, perforan el alma de Julián, mientras su amuleto de obsidiana pulsa como un corazón del Mictlán. Ella no solo conoce su traición al Nazareno; ha visto los lugares donde su maldición dejó cicatrices: Jerusalén, Roma, México, y ahora el Templo Mayor, el eje sagrado de los aztecas. Esta noche, Sania revela su linaje, su propósito y un ritual para deshacer la maldición de Julián, mientras los fantasmas de los lugares que marcaron su vida —y su intento de escapar de ella— resuenan como un lamento que cruza milenios.
Sania se yergue, su silueta recortada contra la luz del farol, su voz un tambor ritual que resuena en el callejón.
—Mi sangre es antigua, Judas, más antigua que tus monedas de plata. Soy Sania Xochitl, de la casa de las Flores Negras, un linaje nacido en Tenochtitlán en el siglo XV, cuando los aztecas danzaban para Huitzilopochtli.
Su antepasada, Xochitl, sacerdotisa de Coatlicue, pactó con las fuerzas del Mictlán en 1487, antes de la llegada de Cortés, para proteger el saber de su pueblo. Ofreció su alma a cambio de un don: caminar entre mundos, hablar con los muertos, ver las llamas que consumen almas. Pero el precio fue una maldición: cada generación de las Flores Negras cargaría los lamentos de los traicionados, desde La Malinche hasta los caídos en la conquista de 1521.
Sania nació en 1961 en un pueblo de Veracruz, donde los ríos susurran y los manglares ocultan altares olvidados. Desde niña, las visiones la atormentaron: un huerto de olivos en el año 33, un hombre ahorcado en un campo de sangre, un altar toscano con un espejo rajado. Su madre, una curandera, le enseñó rituales para canalizar el Mictlán, pero en 1985, a los 24 años, las piedras del Templo Mayor, el lugar más sagrado de los aztecas, le hablaron en un sueño.
—Vi tu rostro, Judas, en las ruinas del Zócalo, en 1987, cuando visité el Templo Mayor por primera vez. Las piedras me contaron de un traidor que besó al Nazareno, que intentó morir en Jerusalén, que huyó a Roma, que ahora camina en México. Mi linaje me trajo hasta ti, porque mi propósito es cerrar círculos rotos, liberar almas atrapadas por traiciones.
Sania toma la mano de Julián, y el contacto es un relámpago que conecta sus maldiciones.
—Tu maldición no nació solo en Getsemaní. Está atada a los lugares donde tu culpa dejó huellas.
Ella detalla los hitos de su tormento, cada uno marcado por fechas y ecos que resuenan en el altar toscano:
Jerusalén, año 33 d.C.: En el huerto de Getsemaní, Judas besó a Jesús el 6 de abril del año 33, entregándolo a los romanos. Creyó que forzaría su revelación como Mesías guerrero, pero la mirada de amor y tristeza de Jesús lo quebró. Días después, el 8 de abril, Judas intentó quitarse la vida en el campo de Akeldama, el “Campo de Sangre”.
—Colgué de un árbol, con la cuerda apretando mi garganta, murmura Julián, su voz temblando. Pero una voz en las llamas me detuvo, ofreciéndome vida a cambio de un precio: renacer, siempre atado, nunca libre. Ahí nació el altar, un eco de mi culpa que no he podido dejar.
Roma, año 70 d.C.: Tras la destrucción del Segundo Templo por Tito, Judas, renacido como un mercader llamado Silas, llegó a Roma en busca de redención.
—Intenté expiar construyendo iglesias, pero el altar me seguía, escondido en mis sueños, confiesa.
En el año 70, en las catacumbas de Roma, vio el espejo rajado por primera vez, reflejando su rostro junto al de Jesús.
—Creí que era un signo de perdón, pero solo era mi condena.
Roma marcó su primer intento de romper el ciclo, sacrificando a un seguidor de Pedro, cuya alma quedó atrapada en el altar, el primer eco de las mujeres de Toscana.
México, 1521-1991: Judas llegó a las Américas en 1521, como un consejero español bajo el nombre de Diego de Almagro, presenciando la caída de Tenochtitlán.
—Vi el Templo Mayor arder, y sentí que mi maldición resonaba con la de La Malinche, dice.
Intentó dejar el altar en las ruinas, pero las llamas lo siguieron. Ahora, en 1991, en la Ciudad de México, el Templo Mayor lo llama de nuevo, su poder conectando con el altar toscano.
—No es casualidad que estés aquí, Judas, dice Sania. El Templo Mayor es el eje del mundo, donde los dioses escuchan. Aquí empezó mi camino, y aquí terminará el tuyo.
Sania aprieta la mano de Julián, su amuleto brillando como un fragmento del Mictlán.
—Tu altar no es solo cristiano; es un eco de los dioses antiguos, de Coatlicue, de Mictlantecuhtli, explica. Las mujeres atrapadas, el espejo, el cuchillo, el libro en blanco… son fragmentos de tu alma, Judas, anclados por tu traición en Jerusalén, reforzados en Roma, y ahora resonando en México.
Ella propone un ritual en el Templo Mayor, en el Zócalo, donde las ruinas aztecas yacen bajo la catedral construida en 1573.
—Necesitamos tu sangre, mi amuleto, y las hierbas del Mictlán: copal, cempasúchil, albahaca. En la medianoche, cuando el velo entre mundos es fino, abriremos el altar. Tu verdad —tu traición, tu arrepentimiento— debe ser ofrecida a los dioses. Solo así las mujeres serán libres, y tú, quizás, también.
—El ritual es peligroso.
Sania advierte que el Templo Mayor, excavado parcialmente desde 1978, es un portal vivo, donde las energías de los aztecas aún respiran.
—Los dioses no perdonan fácilmente. Tu sangre debe ser pura, tu confesión completa. Si mientes, el altar te consumirá.
Julián, con el peso de Jerusalén (33 d.C.), Roma (70 d.C.), y ahora México (1991), siente su conocimiento de siglos desmoronarse ante Sania. Pero su pecho se aligera, no solo por su confesión, sino porque ella, su igual en maldiciones, lo ve como nadie antes.
—Lo haré, dice.
Su voz firme pero cargada de miedo.
—Por las mujeres, por Clara, por el Nazareno. Llévame al Templo Mayor.
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Editado: 24.05.2025