El eterno traidor

Capítulo 9

La medianoche del 23 de mayo de 1991 envuelve el Zócalo de la Ciudad de México en un silencio sobrenatural, roto solo por el crepitar del copal y el susurro de las piedras del Templo Mayor, el lugar más sagrado de los aztecas, excavado entre 1978 y 1991. La catedral, erigida en 1573 sobre las ruinas de Tenochtitlán, proyecta sombras que parecen vigilar. Sania Xochitl, última de las Flores Negras, y Julián —Il Viandante, Judas Iscariote— están en el corazón de las ruinas, frente a un círculo de flores de cempasúchil que arden con un fulgor imposible. El amuleto de obsidiana de Sania pulsa como un latido del Mictlán, y los ojos de Julián, cargados de dos mil años de culpa, reflejan los ecos de Jerusalén (33 d.C.), Roma (70 d.C.), y Tenochtitlán (1521). Esta noche, el ritual para deshacer la maldición de Judas alcanza su clímax, un acto que liberará a las mujeres atrapadas en el altar toscano o consumirá todo en llamas. Pero el destino de Julián, y lo que quedará de él, pende como una moneda de plata en el aire, mientras las autoridades mexicanas, alertadas por el resplandor en el Zócalo, se acercan.

Sania, erguida como una sacerdotisa azteca, traza símbolos en el suelo con ceniza y sangre, su voz un canto que despierta las piedras.

—Te recuerdo que mi sangre es más antigua que tus traiciones, Judas.

Su mirada de obsidiana cortando el alma de Julián.

Sania toma la mano de Julián, y el contacto es un relámpago que conecta Jerusalén, Roma y México.

—Tu maldición está anclada en los lugares donde tu culpa sangró, dice, su voz resonando como un tambor ritual.

El ritual comienza en la medianoche, las campanas de la catedral marcando el velo entre mundos. Sania enciende un brasero de copal, el humo formando rostros en el aire.

—El altar toscano es un eco de tu traición, pero también de los dioses del Mictlán.

Cortando su palma con un cuchillo de obsidiana y dejando que la sangre caiga sobre las flores.

—Tu sangre, mi amuleto y tu verdad abrirán el altar.

Julián, temblando, ofrece su palma, y el corte de Sania mezcla sus sangres.

—Confiesa, Judas.

Ordena ella, entonando un canto en náhuatl que despierta las ruinas.

—Di por qué traicionaste, por qué huyes, por qué las mujeres pagan tu deuda.

Julián, con los ojos cerrados, ve Getsemaní, las catacumbas, Tenochtitlán.

—Lo amaba, dice, su voz un lamento. El 6 de abril del 33, lo besé para que fuera el Mesías que soñaba. Su mirada, sin odio, me rompió. En Akeldama, quise morir, pero el altar me ató. En Roma, en el 70, sacrifiqué a un hombre, y en 1521, vi Tenochtitlán caer, mi culpa creciendo. Las mujeres de Toscana… fueron mi error, mi intento de romper el ciclo.

El amuleto de Sania brilla, el suelo tiembla, y los rostros de las siete mujeres —cinco locales, una alemana, una estadounidense— emergen en el humo, sus gritos resonando como en la villa Corsini.

Un relámpago ilumina el Zócalo, y el Templo Mayor ruge. Sania, con lágrimas en los ojos, completa el ritual, uniendo su sangre al amuleto.

—Por Xochitl, por La Malinche, por las Flores Negras, te libero, canta.

El espejo rajado aparece en una visión, reflejando a Jesús, Clara, Valérie, Ethan. El cuchillo de obsidiana vibra, y el libro en blanco, en Toscana, se abre. Las mujeres, liberadas, se desvanecen en el humo, sus rostros en paz. Pero Julián siente su cuerpo desmoronarse, los siglos de renacimientos consumiéndolo.

—¿Estoy libre?” pregunta, cayendo de rodillas.

Sania, sosteniéndolo, responde:

—Las mujeres están libres. Tu alma… los dioses decidirán.

Un viento frío barre el círculo, y el cuerpo de Julián se disuelve en un resplandor de cenizas, como si el Mictlán lo reclamara. Las cenizas, negras como las rosas de la villa Corsini, caen sobre las flores de cempasúchil, mezclándose con el suelo del Templo Mayor.

Sania, con el amuleto roto en la mano, siente un vacío: Judas, el traidor, ha desaparecido, quizás redimido, quizás condenado. Pero un eco suave, como la voz de Jesús, susurra en el aire:

—Lo hiciste por amor, aunque no lo entendieras.

Sania, con lágrimas, recoge un puñado de cenizas, sabiendo que su linaje ha cumplido su propósito.

En ese momento, luces de patrullas destellan en el Zócalo. Las autoridades mexicanas, alertadas por vecinos que vieron un resplandor extraño, llegan al Templo Mayor. Encuentran a Sania, sola, arrodillada junto al círculo de flores, las cenizas de Julián esparcidas a su alrededor.

—¿Qué pasó aquí? pregunta un oficial, su linterna iluminando el brasero apagado.

Sania, con voz calma, responde:

—Un ritual. Un hombre que ya no existe.

Los policías, confundidos, recogen las cenizas como evidencia, sin saber que sostienen los restos de Judas Iscariote, el hombre que besó al Nazareno en el año 33. Los titulares al día siguiente hablarán de un “incidente extraño en el Zócalo”, pero la verdad se pierde en las piedras.

En Toscana, el 23 de mayo de 1991, el altar de la villa Corsini se silencia, el espejo rajado reducido a polvo, el cuchillo mudo, el libro en blanco cerrado. Clara, que llegó a México días después tras encontrar un pergamino de 1521 que nombraba a un traidor maldito, lee los titulares y llora, sabiendo que Il Viandante se ha ido. Valérie, liberada del espejo, reaparece en la villa, sin memoria de los entes, pero con una paz frágil. Ethan, en su pensión, pinta un lienzo final: cenizas cayendo en un templo azteca, su arte silenciado por el policía de Berlín, quien cierra el caso. Lorenzo, en su celda en Florencia, siente un alivio desde el 23 de mayo, como si la villa lo hubiera soltado.

En el Zócalo, Sania camina hacia La Merced, las cenizas de Julián guardadas en un frasco junto a su amuleto roto. Las Flores Negras han cerrado un círculo, pero ella sabe que el Templo Mayor, tocado en 1487, 1521 y 1991, seguirá susurrando. Judas, quizás en el Mictlán, quizás en el reino del Nazareno, ha dejado de huir. Su traición, su amor roto, sus cenizas, son ahora parte de México, un eco que las piedras guardarán para siempre.




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