El eterno traidor

Capítulo 10

La primavera de 1992 despunta en Toscana con un sol tímido que acaricia las colinas, donde los olivos, testigos de un invierno de sombras, se alzan como guardianes de un pueblo que comienza a sanar. Es 23 de mayo de 1992, exactamente un año desde que el altar de la villa Corsini se silenció, su espejo rajado reducido a polvo, su cuchillo de plata mudo, su libro en blanco cerrado. Las siete mujeres desaparecidas —cinco locales, una alemana, una estadounidense— fueron liberadas en un ritual en el Templo Mayor de México, y las cenizas de Julián, Il Viandante, Judas Iscariote, se esparcieron bajo las piedras aztecas el 23 de mayo de 1991.

Clara Moretti, exalcaldesa de un pueblo fracturado, camina por los senderos de olivos, su corazón aún herido por la pérdida de Il Viandante, el hombre que amó y que resultó ser un traidor maldito por siglos. Pero esta mañana, bajo un cielo que promete redención, un hombre aparece entre los olivos, y en él, Clara ve un destello de esperanza, un faro para su pueblo y, quizás, para su alma.

Clara, con el cabello suelto y un vestido sencillo que ondea con la brisa, recorre los senderos cercanos a la villa Corsini, ahora abandonada pero limpia de su maldición. El pueblo, tras un año de rumores y sospechas, ha encontrado una paz frágil: Valérie Dubois, liberada del altar, vive recluida, su mente sanando lentamente; Ethan Caldwell, el pintor estadounidense, partió a Berlín, dejando lienzos que nadie entiende; Lorenzo Corsini, absuelto de los asesinatos en diciembre de 1991, regresó a Florencia, jurando nunca pisar la villa. Clara, que perdió la alcaldía tras el escándalo de las villas, ha dedicado su tiempo a restaurar la confianza del pueblo, organizando ferias y cuidando los jardines de jazmines que Il Viandante una vez podó con obsesión.

Mientras camina, un hombre aparece entre los olivos, su figura alta y serena, con un rostro que parece tallado por el tiempo, pero no más de cuarenta años. Su cabello oscuro brilla bajo el sol, y sus ojos, profundos y amables, tienen un brillo que recuerda a alguien, aunque Clara no puede precisarlo. Lleva una túnica sencilla, casi anacrónica, y sus manos, marcadas por callos, acarician las ramas de un olivo con una ternura que detiene el corazón de Clara.

—¿Quién eres? pregunta ella.

Su voz suave pero firme, su alma vibrando con una mezcla de cautela y anhelo. El hombre sonríe, una sonrisa que no promete nada pero lo contiene todo.

—Me llamo Elías, dice, su voz cálida como el sol toscano.

—Vengo de lejos, buscando un lugar donde descansar y construir.

Clara, que ha aprendido a desconfiar tras la traición de Il Viandante, siente algo distinto en Elías: una calma que no manipula, una presencia que no oculta sombras.

—Este pueblo ha sufrido mucho.

Dice ella, caminando a su lado, los olivos susurrando a su alrededor.

—Perdimos mujeres, confianza, fe. Pero queremos sanar. ¿Qué buscas aquí?

Elías la mira, y por un instante, Clara jura ver un destello de los ojos de Il Viandante, pero sin la carga de siglos.

—Busco redención, no para mí, sino para los que amo. He visto pueblos rotos antes, en tierras lejanas, y sé que la esperanza se siembra con pequeños actos: un jardín, una plaza, una mano que ayuda.

Clara, cuyo corazón aún lleva las cicatrices del amor por Il Viandante, siente una chispa que no esperaba. No es la pasión ardiente que la consumió con Julián, sino un calor lento, profundo, como un río que encuentra su cauce.

—El pueblo necesita un faro, dice, deteniéndose bajo un olivo centenario. Yo intenté serlo, pero fallé. Si quieres ayudar, empieza conmigo.

Elías asiente, su mirada fija en ella, no con deseo, sino con una comprensión que la hace sentir vista, no como alcaldesa, no como la mujer que amó a un traidor, sino como Clara, la que aún cree en su pueblo.

A diferencia de su amor por Il Viandante, que fue un incendio que la cegó, Clara se toma las cosas con calma. Invita a Elías al pueblo, ofreciéndole un cuarto en la antigua casa de su familia, donde los jazmines aún florecen. Él acepta, y en los días siguientes, se convierte en una presencia constante pero discreta. Ayuda a reconstruir la plaza, dañada por los tumultos de 1991, planta nuevos olivos, escucha las historias de los ancianos con una paciencia que parece eterna. Clara, a su lado, siente su corazón abrirse lentamente, como una flor que teme el sol pero lo anhela.

—No quiero cometer los mismos errores, le confiesa una noche, mientras comparten un vino tinto bajo las estrellas. Amé a un hombre que no era quien decía ser.

Elías, sosteniendo su mirada, responde:

—No soy más que un hombre, Clara. Pero prometo serlo con verdad.

Elías no habla mucho de su pasado, solo menciona haber viajado por tierras lejanas —Siria, Grecia, México— y haber aprendido a construir con las manos y el corazón. Clara, cautelosa pero enamorada, no presiona. Cada sonrisa de Elías, cada gesto suyo al reparar un banco o enseñar a los niños a cuidar los jardines, enciende una esperanza en el pueblo.

Los murmullos de desconfianza se apagan, y la plaza, antes un lugar de ira, vuelve a llenarse de risas. Clara, que guarda la carta de Il Viandante (“Te amé como no amé en siglos. Perdóname”), siente que su amor por Elías no reemplaza el pasado, sino que lo redime, como si el universo le ofreciera una segunda oportunidad.

Una noche, mientras caminan por los olivos, Clara encuentra un pequeño amuleto de obsidiana entre las pertenencias de Elías, idéntico al que describió un rumor de México, ligado a un ritual en el Templo Mayor en 1991. Su corazón se acelera, pero no con miedo, sino con certeza.

—¿Conociste a un hombre llamado Julián? pregunta, su voz temblando.

Elías la mira, y por un instante, sus ojos parecen reflejar Getsemaní, Roma, Tenochtitlán.

—Conocí a muchos hombres, Clara, dice, su voz suave pero profunda. Algunos cargaban culpas que no podían soltar. Pero yo no soy ellos. Estoy aquí para construir, no para huir.




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