El filo dorado de tus sueños

El regreso

No dormí bien. No era ansiedad pura ni miedo, más bien una sensación de estar a punto de cruzar una puerta que no se ha abierto en mucho tiempo. Después de cinco años dedicados por completo a la casa y a mis hijos, volver al trabajo me parecía algo enorme, como si regresara a un idioma que solía hablar con fluidez, pero que ahora tuviera que recordar palabra por palabra.

Me levanté antes que el despertador. El cuarto estaba en penumbra y Ernesto dormía profundamente a mi lado. Lo observé unos segundos, consciente de que él seguía en su rutina habitual, mientras yo estaba a punto de cambiar la mía por completo.

En la cocina, el café burbujeaba en la cafetera. Serví una taza y me quedé de pie, mirando por la ventana. La calle aún estaba medio vacía, apenas con algún coche pasando y un perro que cruzaba sin prisa. El cielo tenía un gris limpio, como si el día todavía estuviera pensando en qué dirección tomar.

—¿Lista para tu primer día? —preguntó Ernesto, revisando su celular mientras intentaba conversar
—Sí, creo que sí —contesté, aunque por dentro no estaba tan segura.

Después de dejar a los niños en el colegio, el trayecto a la oficina fue rápido. El edificio era pequeño, de tres pisos, con ventanas amplias y plantas en las esquinas. No tenía nada imponente, pero se veía cuidado. Me gustó eso. El olor a café y madera encerada me recibió apenas crucé la puerta.

La recepcionista, una joven de voz suave, me dio la bienvenida y me dijo que el licenciado Garza quería recibirme antes de presentarme al equipo. El apellido me sonó familiar, pero no supe de dónde. En un país como este, Garza es un apellido común.

Caminé por un pasillo claro, con luz natural entrando por los ventanales. Toqué la puerta de su oficina con tres golpes suaves.
—Adelante —respondió una voz grave, firme pero sin dureza.

Entré. Un hombre de traje oscuro, de pie junto al escritorio, levantó la vista de unos documentos. En cuanto nuestros ojos se encontraron, recordé dónde lo había visto: hacía muchos años, en reuniones de trabajo de otros tiempos, de otras empresas. Conocido, sí, pero distante. Nada más.

—Gala Arenas —dijo con una leve sonrisa—. Tiempo sin coincidir.
—Sí, mucho tiempo —respondí, devolviendo la sonrisa.

No hubo ningún instante incómodo, solo esa cortesía natural entre personas que se reconocen pero no comparten historia. Me invitó a sentarme y comenzó a explicarme mis funciones. Su voz era clara, pausada, con una cadencia que hacía fácil seguirle el hilo. Tomé notas, asentí, y de vez en cuando me sorprendí observando cómo organizaba las ideas antes de hablar.

Me di cuenta de que tenía una manera particular de escuchar: no interrumpía, no miraba el reloj, no fingía atención. Simplemente estaba ahí, atento. No sabía si era algo suyo o un hábito profesional, pero lo cierto es que no era común.

Cuando terminó la reunión, me llevó a la sala de juntas para presentarme al equipo. El ambiente era cordial, con comentarios ligeros y sonrisas auténticas. Noté que él intervenía para darme espacio en la conversación, como si tuviera la intención de que encajara desde el primer día. Era un gesto profesional, lo sabía, pero me resultó agradable.

El resto de la mañana fue una lluvia de información: proyectos en curso, procedimientos internos, nombres y cargos que intenté memorizar. Sin embargo, cada vez que escuchaba su voz en alguna parte de la oficina, la reconocía de inmediato, como si destacara sobre el resto del ruido.

Al mediodía, coincidimos en la cafetera. Él se sirvió primero, y luego me cedió el lugar.
—¿Todo bien hasta ahora? —preguntó.
—Sí, todos han sido muy amables —respondí.

Asintió, bebió un sorbo y sonrió apenas antes de irse. Fue un intercambio breve, nada que pudiera llamarse significativo… pero lo recordé horas después, sin entender muy bien por qué.

La tarde pasó tranquila. Antes de irme, pasé por su oficina para avisar que me retiraba.
—Perfecto, Gala —dijo, y volvió a mirar la pantalla.

Camino a casa, su voz me vino a la memoria de nuevo. No por las palabras, sino por la forma en que las decía: pausada, sin apuro. Era extraño lo rápido que había identificado ese detalle, como si mi mente hubiera decidido registrar algo sin consultarme.

Esa noche, mientras doblaba la ropa de los niños, pensé en el día. No había pasado nada fuera de lo normal, pero sentía que algo se había movido dentro de mí. Una sensación mínima, apenas un cambio de temperatura interna, difícil de explicar. Y, sin embargo, ahí estaba.




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