A primera vista, Adrián era el retrato del hombre que lo tiene todo. Bastaba verlo llegar a cualquier evento social para confirmarlo: impecable en su vestir, sonrisa medida, la seguridad de quien sabe manejar una sala, y esa forma de hablar que hacía que cualquiera se sintiera escuchado. Muchos lo admiraban —algunos lo envidiaban—, pero él nunca mostraba algo distinto a un agradecimiento cortés.
Su vida personal parecía sacada de una revista: una casa amplia en una colonia tranquila, dos hijos casi adultos que habían heredado su porte y la belleza serena de Mariana, su esposa. Ella, por su parte, era todo lo que la gente podía considerar “afortunada” en la vida: exitosa profesionalmente, físicamente atractiva y con un estilo natural que llamaba la atención sin esfuerzo.
En las reuniones, Adrián no perdía oportunidad de mencionarla.
—Mariana tiene un talento increíble para encontrar soluciones donde nadie más las ve —decía, ya fuera en una charla de trabajo o en una cena entre amigos.
A veces lo hacía de forma genuina, otras, más como una reafirmación pública de lo que él consideraba su “vida perfecta”.
La realidad, sin embargo, tenía matices que no aparecían en esas conversaciones.
En casa, la rutina era un huésped que se había instalado hacía años, sin pedir permiso. No había discusiones fuertes ni drama; había acuerdos tácitos, repartición de tareas, conversaciones prácticas sobre horarios y pendientes. El amor no parecía ausente, pero la chispa… esa chispa que hace que una mirada diga más que un párrafo, hacía tiempo que se había apagado.
El sexo era casi inexistente. No por rechazo, sino por costumbre. Alguna vez, en los primeros años, había espontaneidad, besos que terminaban en risas y ropas en el suelo. Ahora, si ocurría, era planificado, casi como marcar una casilla en la lista de obligaciones compartidas.
Mariana no se quejaba, al menos no de forma directa. Pero en los ojos de ella había algo… un leve destello de inconformidad que aparecía cuando lo miraba más de la cuenta. No era enojo, tampoco tristeza pura; era una mezcla entre nostalgia y pregunta. Como si intentara recordar cuándo fue la última vez que se sintió realmente deseada por él, y no solo acompañada.
Adrián lo notaba, aunque rara vez lo reconocía frente a ella. Tenía una personalidad sólida, y a veces, demasiado sólida. En él había un punto de narcisismo bien camuflado: disfrutaba ser el centro de su círculo, que se le reconociera como hombre exitoso, buen esposo, padre presente. Esa imagen era parte de su identidad, y no estaba dispuesto a verla fracturada.
Incluso en lo íntimo, su forma de resolver tensiones era dirigir, proponer soluciones rápidas, mover las piezas a su manera. No lo hacía con intención de herir o dominar, pero su tendencia a manejar las cosas según su criterio podía ser… agotadora.
En los últimos años, sus hijos habían crecido lo suficiente como para tener vidas propias. Ambos, estudiantes de preparatoria, llenaban la casa con conversaciones sobre exámenes, salidas con amigos y planes para la universidad. Adrián se sentía orgulloso de ellos, pero también había en su interior un eco extraño: el tiempo estaba corriendo, y pronto esa casa, tan llena ahora, se volvería demasiado silenciosa.
Mariana, por su parte, había crecido profesionalmente de forma impresionante. Su trabajo le exigía viajar, tomar decisiones rápidas y liderar equipos. Sin embargo, en lo personal, seguía aferrada a Adrián con un apego que, a veces, rozaba la necesidad. Era ese tipo de vínculo en el que una parte de ella parecía temer que cualquier cambio o distancia pudiera significar una pérdida.
Él se daba cuenta. Lo veía en cómo ella buscaba sus gestos de aprobación, en cómo preguntaba por su opinión incluso en decisiones pequeñas. A veces, eso alimentaba su ego; otras, lo dejaba con una sensación difícil de nombrar, como si llevara un peso que no le correspondía del todo.
Las noches en su casa eran predecibles: una cena ligera, los hijos en sus habitaciones, Mariana revisando correos o viendo alguna serie, y Adrián trabajando en su estudio, con música baja y una copa de vino a medio terminar. No había silencios incómodos, pero tampoco conversaciones profundas.
En reuniones sociales, eran la pareja ideal. Siempre juntos, siempre atentos el uno al otro, con una coordinación casi coreográfica. Ella le acomodaba la corbata antes de entrar, él le abría la puerta del auto. Gestos que parecían sacados de un manual de matrimonio perfecto. Sin embargo, ambos sabían —aunque nunca lo dijeran— que esos gestos se habían convertido en reflejos, más que en impulsos genuinos.
Adrián, en su fuero interno, tenía pensamientos que no compartía con nadie. A veces se preguntaba si la vida que había construido era realmente la que quería vivir, o simplemente la que sabía mantener. Se decía a sí mismo que la felicidad estaba ahí, que solo debía seguir alimentando esa estructura sólida. Pero, en noches muy silenciosas, se descubría imaginando escenarios distintos.
No eran fantasías concretas ni deseos prohibidos; más bien eran sensaciones, imágenes vagas de algo que rompiera con la previsibilidad. Una conversación inesperada, una aventura no planeada, una chispa que lo sacudiera. Y luego, inevitablemente, llegaba el contraataque de su propia mente: ¿Para qué buscar algo más si ya tienes todo?
Mariana, por su lado, también tenía sus propios silencios. Desde fuera, nadie lo habría sospechado, pero ella llevaba tiempo sintiendo que su relación funcionaba más como una sociedad que como un romance. Lo amaba, no dudaba de eso, pero extrañaba la sensación de ser vista más allá de sus roles de esposa, madre o profesional.