Gala siempre entraba en una habitación como si la hubiera estado esperando.
No era cuestión de volumen —aunque su voz clara podía llenar un espacio sin esfuerzo—, sino de presencia. Era de esas personas que parecían traer consigo un propósito incluso cuando no tenían prisa. La gente confiaba en ella, y ella, con gusto, se hacía cargo de esa confianza.
No era raro escuchar frases como:
—Pregúntale a Gala, ella siempre sabe qué hacer.
Y tenía razón quien lo decía, porque Gala encontraba soluciones con la misma rapidez con la que otros encontraban excusas. Lo que no todos notaban era que esa misma cualidad la hacía, sin querer, mandona. No en el sentido de imponer por capricho, sino porque genuinamente creía que su forma era la más eficiente, la más segura… la mejor.
En casa, esa característica se multiplicaba. Con dos hijas de nueve y cinco años, la vida de Gala era un tablero de tareas, horarios, comidas y actividades. No dejaba nada al azar: los uniformes listos la noche anterior, las mochilas revisadas, los almuerzos preparados con frutas cortadas y galletas de avena “porque son más sanas”.
Y aunque adoraba a sus hijas con un amor que a veces la conmovía hasta las lágrimas, la maternidad la agotaba. Lo que nadie le había dicho —o lo que quizá ella no quiso escuchar— es que incluso las madres más entregadas necesitan, a veces, un espacio vacío. Un silencio sin responsabilidades. Pero esos silencios en su vida eran raros.
Ernesto, su esposo, era su contrapunto. Introvertido, pausado, con un sentido del humor que aparecía cuando menos lo esperabas, y una habilidad peculiar para disfrutar de lo simple: un café en el balcón, una caminata sin rumbo, una siesta en domingo.
Esa calma lo hacía parecer conformista ante los ojos de Gala, pero él lo veía como búsqueda de paz. Mientras ella pensaba en cómo mejorar todo —desde el sistema escolar hasta la dieta de los vecinos—, Ernesto estaba más preocupado por mantener la armonía inmediata: que la casa estuviera en paz, que las niñas estuvieran felices, que no hubiera gritos antes de dormir.
Y era buen papá. Un papá de juegos, de películas y helados inesperados, de quedarse despierto hasta tarde viendo caricaturas. Pero cuando llegaban las partes difíciles —poner límites, exigir responsabilidades, lidiar con una rabieta—, era más fácil para él dar un abrazo, ofrecer un dulce o decir “ya, no pasa nada”.
Eso dejaba a Gala como la encargada de la disciplina. Y aunque ella lo asumía con firmeza, había noches en las que, al cerrar la puerta de las niñas, sentía que cargaba con un peso que no sabía si había pedido.
En el matrimonio, Ernesto tenía una sola manera de arreglar los problemas: sexo. Para él, la intimidad física era un atajo a la reconciliación, un lenguaje sin discusiones. Si algo no funcionaba, si había un malentendido o una molestia, su respuesta era acercarse, besarla, buscar que la piel hablara por encima de las palabras.
Al principio de la relación, eso funcionaba. Gala lo encontraba apasionado, incluso romántico. Pero con los años, esa costumbre empezó a sentirse como una forma de esquivar conversaciones necesarias. Ella quería hablar, desmenuzar lo que no estaba bien, entenderlo y corregirlo. Él prefería apagar el fuego antes de discutir quién encendió la chispa.
En apariencia, todo estaba bien. Tenían una casa con rincones llenos de vida —dibujos en la nevera, juguetes en la sala, fotos de vacaciones—, una rutina funcional y un círculo de amigos que los veía como una pareja sólida. Pero había una tensión sutil, una cuerda estirada que ninguno parecía querer tocar.
Gala soñaba en grande, más de lo que admitía incluso ante sí misma. Su ambición no era de lujo o fama, sino de impacto. Quería hacer más, llegar más lejos, probarse que podía ir más allá de lo que su entorno esperaba. Pero esa ambición a veces chocaba con la tranquilidad buscada por Ernesto.
Él, por su parte, temía que cualquier cambio en el ritmo que llevaban alterara la paz que tanto cuidaba. Para él, las cosas buenas no necesitaban demasiados ajustes; para ella, todo podía mejorar si se afinaba un poco más.
Las discusiones, cuando las había, eran como chispazos: cortas, intensas, y seguidas de un silencio largo. Ernesto buscaba reconectar con un toque en la cintura o una mirada prolongada. Gala, en cambio, se quedaba con la sensación de que algo había quedado sin resolver.
A veces, mientras veía a Ernesto dormido —siempre tranquilo, como si nada pudiera perturbarlo—, pensaba en lo distintos que eran. Esa diferencia había sido, en otro tiempo, lo que la enamoró: él la aterrizaba cuando ella volaba demasiado alto; ella lo impulsaba cuando él se acomodaba demasiado pronto. Pero ahora, esa misma diferencia parecía un muro invisible.
Las niñas, ajenas a todo esto, llenaban la casa con sus voces, sus historias y sus demandas infinitas. Gala las miraba y sentía el corazón lleno y agotado al mismo tiempo. Sabía que estaba viviendo una etapa que, en unos años, extrañaría con nostalgia. Pero en el día a día, la carga de ser madre, esposa, profesional y el eje de todo, la dejaba sin aliento.
Ernesto, sin embargo, la veía como una mujer fuerte, capaz de todo. Y aunque admiraba esa fuerza, no siempre entendía que detrás había cansancio, dudas y un deseo profundo de, solo por un momento, no tener que sostenerlo todo.
Así, entre el ruido constante de la vida familiar y la calma que él defendía como un tesoro, su matrimonio avanzaba. Ni en crisis ni en plenitud, con momentos dulces y silencios que ninguno se atrevía a romper del todo.