El filo dorado de tus sueños

La mesa compartida

Adrián y Gala habían aprendido, casi sin darse cuenta, a leerse con una sola mirada. Tres años de trabajar juntos habían creado un lenguaje silencioso hecho de gestos, pausas y frases incompletas que el otro siempre terminaba.
En la oficina, eran el motor de cada proyecto. Adrián aportaba la estrategia, la visión macro, esa seguridad que hacía que todo el equipo confiara en que, pase lo que pase, él tendría un plan. Gala, en cambio, se movía con una energía que contagiaba; organizaba, detallaba, y tenía una memoria para los datos que dejaba a todos boquiabiertos.

Sus compañeros solían bromear diciendo que juntos eran “la máquina perfecta”. Y no les faltaba razón: en presentaciones, él construía el discurso, ella lo vestía de detalles y ejemplos; en negociaciones, él ponía la calma, ella la presión justa para cerrar acuerdos.

Esa sincronía laboral había empezado a filtrarse fuera del trabajo. Lo primero fueron las reuniones de equipo que se alargaban hasta las cenas improvisadas, donde la conversación se alejaba de los pendientes y terminaba en historias de vida. Después vinieron los eventos de clientes, a los que acudían como dupla inseparable, dejando a más de uno con la impresión de que llevaban toda la vida siendo amigos.

Aquella noche, sin embargo, no había clientes ni juntas. Era una cena en casa de Laura y Martín, amigos en común gracias a la oficina. La mesa estaba puesta con un cuidado que delataba a Laura: copas alineadas, servilletas dobladas como en un restaurante, una vela en el centro.

—Me encanta que hayan podido venir —dijo Laura, recibiendo a Adrián y a Mariana con un abrazo.
—No nos lo íbamos a perder —respondió Adrián con una sonrisa segura.

Minutos después llegó Gala, con Ernesto y las niñas. Las pequeñas fueron directo a acaparar la atención de todos, mientras Gala y Mariana se saludaban con cortesía. Entre ellas no había amistad profunda, pero sí una cordialidad cultivada en eventos y conversaciones superficiales.

Durante la cena, Adrián y Gala se sentaron frente a frente. No lo planearon; simplemente, al momento de acomodarse, cada uno eligió su lugar habitual en cualquier reunión de trabajo. Entre bocado y bocado, lanzaban observaciones sobre un proyecto pendiente, comentarios que el resto escuchaba como si fueran otro idioma.

—¿Ya viste el correo de Santiago? —preguntó Gala, bajando la voz.
—Lo vi. Lo dejamos enfriar dos días y luego contestamos. Que parezca que no nos urge —contestó Adrián sin apartar la vista del plato, como si hablara de algo trivial.

Ernesto, desde su asiento, escuchaba de reojo. No había celos en su mirada, pero sí una especie de curiosidad distante. Admiraba cómo su esposa se movía en ese mundo con tanta soltura, aunque él mismo no entendiera ni la mitad de lo que hablaban.

Mariana, en cambio, observaba con atención distinta. Adrián tenía ese brillo en los ojos que rara vez mostraba en casa, como si estuviera jugando en un terreno donde siempre ganaba. Ella sabía que él amaba su trabajo, pero verlo así, tan involucrado, le recordaba que había una parte de su esposo que solo otras personas conocían.

La conversación general volvió a girar en torno a viajes y anécdotas. Martín propuso una escapada en grupo para el verano:
—Podríamos ir todos a la playa, rentamos una casa grande, que los niños se diviertan y nosotros descansamos.
—Me encanta la idea —dijo Gala, entusiasmada—. Aunque ya te advierto que yo organizo el itinerario, no vaya a ser que pasemos tres días discutiendo qué hacer.
—No esperaba menos —bromeó Adrián—. Si no lo organiza Gala, terminamos todos comiendo en la primera fonda que encontremos.

Las risas llenaron la mesa. La calidez del momento borraba, por un rato, las tensiones que cada pareja llevaba consigo. Ernesto estaba relajado, jugando con una de las niñas en su regazo; Mariana sonreía, aunque en su interior notaba un ligero peso, una sensación de estar en una conversación donde no terminaba de encajar.

Después de la cena, mientras los demás se dispersaban entre la sala y la terraza, Adrián y Gala terminaron en la cocina ayudando a Laura a recoger. Era un momento rutinario, pero en su dinámica, cualquier tarea conjunta parecía coreografiada.

—Por cierto, para el lunes, necesito que revises el informe de proveedores —dijo Adrián mientras secaba copas.
—Ya lo tengo listo —respondió Gala, pasando un plato limpio—. Y antes de que lo digas, sí, incluí el anexo con las notas de la junta pasada.
—Por eso confío en ti.

La frase quedó flotando. No tenía doble intención, pero llevaba un peso real: en el trabajo, esa confianza era la base de todo.

Ernesto entró entonces, llevando una bandeja con copas vacías.
—¿Interrumpo la junta? —preguntó con una sonrisa tranquila.
—Nunca —dijo Gala, tomando la bandeja—. Aunque admito que Adrián y yo podríamos pasarnos horas hablando de trabajo.

Esa noche terminó tarde, con promesas de más reuniones y la sensación de que ese grupo se estaba convirtiendo en algo más que compañeros y amigos. Para Adrián y Gala, era también la confirmación de que podían moverse juntos dentro y fuera del mundo laboral sin perder el ritmo.

No había nada más que eso… pero ambos sabían que, de alguna manera, sus vidas empezaban a entrelazarse un poco más en cada encuentro.




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