El filo dorado de tus sueños

el lenguaje no dicho

La luz de la mañana entraba por las persianas a medio cerrar de la oficina de Adrián. Afuera, la ciudad seguía su ritmo de bocinas, pasos apurados y conversaciones cortadas por el viento. Adentro, el sonido más constante era el tecleo suave de un correo que él intentaba terminar antes de la reunión con un cliente importante.

El teléfono fijo sonó una sola vez, como si quien marcó hubiera cambiado de idea. Segundos después, se escuchó el golpecito leve en la puerta y la voz de Gala:
—¿Tienes un minuto?

Adrián levantó la vista. Ella estaba apoyada en el marco de la puerta, con una carpeta gruesa bajo el brazo y una taza de café que parecía recién servida. Llevaba esa expresión que mezclaba determinación y un ligero reto.

—Entra —dijo él, dejándose caer en el respaldo de la silla.

Ella puso la carpeta sobre el escritorio, lo bastante cerca como para que él pudiera abrirla de inmediato. No lo hizo. Prefirió mirarla primero, intentando leer en su rostro la urgencia que ella todavía no expresaba.

—Estuve revisando el plan que dejamos pendiente anoche —empezó Gala—. Creo que hay una forma de optimizarlo sin comprometer el cierre.

Adrián asintió y abrió la carpeta. Las hojas estaban llenas de anotaciones en tinta azul y verde, con flechas, recuadros y tachones que hablaban de varias horas de trabajo extra. Él pasó la mano sobre uno de los diagramas, como si eso ayudara a entenderlo mejor.

—Esto es… —se detuvo un segundo, buscando la palabra exacta—. Inteligente.

Gala sonrió apenas. Sabía que Adrián no regalaba elogios, y cuando lo hacía, tenían un peso distinto. Se sentó frente a él, sin dejar de mirarlo mientras explicaba los cambios: un recorte de tiempos aquí, una redistribución de recursos allá, un movimiento que, si todo salía bien, podía darles un margen de ventaja sobre la competencia.

Mientras ella hablaba, Adrián se descubrió pensando en algo que no tenía que ver con el proyecto: la facilidad con la que ella convertía problemas grandes en retos posibles. No lo dijo, pero le pareció que esa era una de las razones por las que habían logrado tanto en tres años.

—¿Y si el cliente no lo acepta? —preguntó, no tanto por dudar, sino por explorar el escenario.
—Entonces improvisamos —respondió ella, con una seguridad que desarmaba cualquier resistencia—. Pero estoy casi segura de que va a aceptar.

Se hizo un silencio breve. Afuera, alguien reía en el pasillo. Gala bajó la mirada hacia la carpeta, como si quisiera darle un último repaso antes de ceder el turno a otra conversación. Adrián, sin embargo, no se movió.

—¿Te pasa algo? —preguntó él, sin una razón clara, solo porque percibía un matiz diferente en ella esa mañana.
—No, nada. —Ella sonrió rápido, aunque no del todo convincente—. Supongo que dormí menos de lo que debería.

Él no insistió. Se conocían lo suficiente para saber cuándo no forzar las respuestas.

El resto de la mañana fue una sucesión de correos, llamadas y ajustes al plan. A media mañana, se encontraron en la sala de juntas para una reunión improvisada con otro departamento. Sentados uno al lado del otro, tomaban notas, compartían miradas rápidas cada vez que alguien decía algo poco realista, y coordinaban en silencio cómo responder.

—Es como si ustedes dos hablaran en un idioma que nadie más entiende —comentó uno de los jefes de área, en tono de broma, al salir de la sala.
—Solo es práctica —respondió Gala, sin darle demasiada importancia.

Antes de la hora de comida, Adrián pasó por su oficina y encontró la carpeta ya actualizada sobre su escritorio. Había un post-it amarillo con letra apretada: “Si no lo ves claro, lo hablamos después.”

Él lo leyó, lo dobló y lo guardó en el cajón, sin saber bien por qué no lo tiraba como hacía con otros.

El día continuó. Entre tareas, llamadas y un par de chistes sueltos por mensaje interno, el proyecto fue tomando forma. Cuando el reloj marcó las seis, la oficina empezó a vaciarse. Gala pasó por su puerta para despedirse.

—¿Mañana a las nueve? —preguntó ella.
—A las nueve.

Ella se fue. Adrián se quedó mirando unos segundos el pasillo vacío, preguntándose por qué, después de tres años de trabajar así de bien juntos, todavía había momentos que parecían nuevos.




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