La alarma sonó a las 6:15, pero Gala llevaba despierta desde antes. No porque quisiera, sino porque su mente había comenzado a repasar la lista de pendientes desde las 5:40. Pensó en las niñas, en la junta que tendría más tarde, en que debía contestar un par de correos que dejó pendientes anoche y en que Ernesto aún no había pagado la colegiatura. Otra vez.
Se levantó sin decir nada, cruzando el pasillo hacia la cocina. Puso la cafetera en automático mientras revisaba que los uniformes estuvieran listos. No estaban. En ese instante recordó que la más pequeña había dicho que quería la falda azul y no la gris. Gala soltó un suspiro que Ernesto, desde la cama, no escuchó.
—Ernesto… —lo llamó, sabiendo que no obtendría respuesta inmediata.
—Mmm… ¿Qué pasó? —contestó con voz medio dormida.
—La falda azul, ¿la lavaste? Dijiste que tú te encargabas.
—Pensé que la gris estaba bien.
—No, no está bien.
El diálogo quedó ahí. Gala volvió a la cocina. Preparó el desayuno de las niñas mientras pensaba en cómo sería tener un día en el que las cosas simplemente estuvieran hechas sin que ella las pidiera.
Las niñas salieron de sus cuartos, con ese ritmo propio de quien no entiende la palabra “prisa”. La mayor revisaba el celular, la menor canturreaba algo inventado. Gala las apuró. Ernesto, por fin, salió del cuarto, ya vestido para ir a dejar a las niñas a la escuela. Lo hacía tres veces por semana, aunque a veces parecía que lo veía como un favor y no como una responsabilidad compartida.
—Vamos, que se hace tarde —dijo Ernesto, besando en la frente a cada niña.
Gala los vio salir. Disfrutaba esos minutos sola en casa antes de arreglarse para el trabajo. Era como un respiro breve, aunque en su cabeza seguía pensando en todo lo que había que resolver.
Mientras se vestía, recordó una conversación que habían tenido hace dos semanas en casa de unos amigos. Fue una cena relajada, con risas y anécdotas. Ernesto contaba historias de la universidad que ya había repetido mil veces, y ella notó que todos reían igual que siempre, aunque ya se sabían el final. En un momento, mientras ella comentaba sobre un proyecto en el trabajo, Ernesto la interrumpió para hacer una broma. No fue malintencionada, pero a Gala le molestó. Él nunca lo notó.
Ese tipo de detalles se repetían. No eran peleas grandes, pero se acumulaban como piedritas en un zapato. Lo que sí valoraba era que Ernesto siempre estaba dispuesto a acompañarla a donde fuera, a soportar sus reuniones eternas con amigos o familiares, aunque en realidad no hablara mucho.
Cuando regresaron las niñas, Ernesto le comentó que más tarde tendría una comida con un amigo de la preparatoria.
—¿Otra vez? —preguntó Gala.
—Pues sí, hace mucho que no lo veo. Además, tú tienes junta, ¿no?
—Sí, pero… —no terminó la frase. Sabía que no tenía sentido discutirlo.
En el coche, camino al trabajo, Gala pensó en lo diferente que eran. Ella quería moverse, crecer, cambiar. Ernesto parecía estar perfectamente cómodo con lo que tenían, como si nada pudiera ni debiera mejorar. No era que no amara su vida, pero había algo en esa conformidad que la exasperaba.
Recordó un viaje que hicieron con otra pareja amiga, Karla y Julián, a la playa el año anterior. Karla y ella planificaron todo, desde el hospedaje hasta los horarios de las comidas. Ernesto y Julián solo dijeron “ustedes decidan” y se dedicaron a disfrutar. En ese momento, Gala pensó que al menos Ernesto no se oponía, pero con el tiempo empezó a notar que esa misma pasividad se repetía en casi todos los aspectos de su vida juntos.
Hubo otra ocasión, en una reunión con amigos del club, en la que Ernesto fue el alma de la fiesta. Contó chistes, recordó anécdotas, pidió otra botella de vino para “alargar la noche”. Gala lo veía interactuar con todos, casi como si fuera una versión más luminosa de sí mismo. Pero, al llegar a casa, esa energía desapareció y volvió a ser el Ernesto pausado y de pocas palabras.
La diferencia no le molestaba al principio. Pensaba que era normal que uno bajara el ritmo al llegar a casa. Pero ahora, después de tantos años, empezaba a preguntarse si esa versión entusiasta de Ernesto era la que él realmente quería ser, y si con ella solo mostraba la versión más tranquila porque así había aprendido a vivir su matrimonio.
Las niñas eran su punto de conexión más fuerte. Cuando había que organizar sus cumpleaños, Ernesto se encargaba de contratar el inflable o encargar los pasteles más grandes y coloridos. Él disfrutaba de los momentos fáciles, los juegos, las risas. Pero cuando la mayor tuvo problemas de adaptación en el nuevo colegio, Ernesto prefirió minimizarlo. “No pasa nada, ya se le pasará”, decía. Para Gala, esos eran los momentos en los que más necesitaba que él se involucrara, no solo para consentir, sino para enfrentar lo difícil.
Un viernes por la noche, invitaron a cenar a sus amigos Sergio y Laura. Entre copas y pláticas sobre política, viajes y chismes de conocidos, Gala observó cómo Ernesto era capaz de hablar de cualquier tema, aunque solo cuando estaba en ese entorno. Laura, en tono de broma, comentó:
—Deberían dar cursos de cómo llevar un matrimonio tan bien.
Ernesto sonrió y dijo:
—No hay secretos, solo saber elegir.
Todos rieron, pero Gala sintió un hueco. No era mentira que se elegían todos los días, pero también había cosas que no se decían.
El domingo siguiente fue uno de esos días en los que no salieron de casa. Las niñas jugaban en la sala mientras Ernesto veía un partido de fútbol. Gala intentó leer, pero terminó pensando en la conversación de la noche anterior. Ernesto era buen hombre, buen padre, buen amigo. Ella lo sabía. Y sin embargo, había una parte de ella que sentía que estaba siempre empujando una carreta que él dejaba que avanzara sola.