El despertador no era un reloj, sino dos voces pequeñas discutiendo en el pasillo. La menor reclamaba que la mayor le había quitado el cepillo del pelo. La mayor sostenía que “ese cepillo siempre ha sido suyo”. Gala, medio dormida, se sonrió. No había día que no empezara con alguna pequeña disputa doméstica, pero lejos de molestarle, esos sonidos le daban una sensación de hogar.
Se levantó y caminó hasta ellas.
—A ver, a ver… ¿qué está pasando? —preguntó con tono de jueza imparcial.
La menor, con el pelo hecho un desastre, señaló acusadora.
—Ella empezó.
La mayor rodó los ojos.
—No es para tanto.
Gala intervino con paciencia, entregando un peine a cada una. Ernesto apareció desde la habitación, aún con el cabello alborotado, y guiñó un ojo a Gala como diciendo “yo me encargo”. Se agachó junto a las niñas, les hizo un par de bromas y en menos de un minuto ambas reían y se olvidaban del pleito.
En silencio, Gala observó esa escena. Ernesto tenía esa habilidad: no resolvía las cosas de la manera más directa, pero encontraba cómo cambiar el ánimo. Ella, más metódica, cuidaba los detalles. Juntos, sin pensarlo demasiado, lograban equilibrar el día.
Mientras Gala preparaba el desayuno, Ernesto se encargaba de buscar las mochilas, llenar las botellas de agua y revisar que no quedara ningún cuaderno olvidado. Era como una coreografía no ensayada: cada quien conocía su papel, y aunque a veces se pisaban los pasos, el resultado siempre salía.
A la hora de salir, la logística estaba clara: Ernesto llevaba a la menor a la escuela; Gala, a la mayor. No era un acuerdo formal, sino un hábito que se había instalado con los años. Cada uno conocía las rutinas de “su” pasajera: Ernesto ponía música infantil para la menor, Gala aprovechaba para conversar de temas más serios con la mayor. Ese tiempo en el coche, separados pero coordinados, era otra forma de trabajo en equipo.
Esa tarde, ya en casa, Gala ayudaba a la mayor con un proyecto escolar complicado. Ernesto, mientras tanto, jugaba con la menor en la sala, construyendo una torre con cojines que inevitablemente se derrumbaba entre risas. Gala podía escuchar la diversión desde la mesa, y esa mezcla de sonidos le recordaba que, a pesar del cansancio y la rutina, lo estaban haciendo bien.
No todo era perfecto. Había días en que Ernesto se mostraba más permisivo de lo que a Gala le gustaría, o en que ella sentía que cargaba con la parte más difícil de la crianza. Pero cuando tocaba resolver un problema serio, estaban en la misma página. Como aquella vez que la mayor llegó llorando porque había tenido un mal día en la escuela. Ernesto la abrazó sin soltarla, y Gala, sentada junto a ambas, le recordó que podían hablar de cualquier cosa. Entre los dos, habían convertido la casa en un lugar seguro.
Los fines de semana eran sagrados. A veces salían los cuatro a desayunar, cada uno en su coche, encontrándose en el restaurante. Otras, se quedaban en casa viendo películas. Ernesto organizaba las palomitas, Gala elegía la película. Cada quien aportaba algo. Las niñas lo sabían, y más de una vez las habían escuchado decir que tenían “a los mejores papás del mundo”, aunque después se quejaran por una hora extra de tarea.
El viernes de la función de teatro, la menor buscó a sus padres desde el escenario. Cuando los encontró —a Ernesto sentado en una fila, y a Gala unos asientos más allá, con la cámara lista—, su expresión se iluminó. Ambos, desde distintos puntos, la animaban con sonrisas y gestos. Al final de la obra, se reunieron en el vestíbulo para abrazarla. No importaba quién hubiera grabado o quién había llegado primero: lo importante era que ambas estaban ahí, presentes.
Por la noche, después de acostar a las niñas, Gala se sentó en la sala con una taza de té. Ernesto apareció con una manta y se la puso encima.
—¿Sabes? —dijo él—. Lo hacemos bien.
Ella sonrió, sin mirarlo directamente.
—Sí, lo hacemos bien.
Y en ese momento, mientras escuchaban el silencio de la casa, Gala pensó que su vida podía tener mil retos, pero que, al menos en ese aspecto, no había duda: juntos, eran un equipo sólido. Un equipo que no solo criaba hijas, sino que construía recuerdos.