El filo dorado de tus sueños

Jueves de mujeres

Gala estacionó el coche frente a la casa de Sara y sonrió al ver las luces cálidas encendidas desde la calle. No era la primera vez que se reunían ahí, pero cada visita le recordaba lo mismo: la sensación de estar entrando en un refugio que no era suyo, pero que la recibía como si lo fuera. Eran las ocho de la noche, el tráfico había sido menos terrible de lo esperado, y la idea de una noche sin prisas, con copas de vino y conversaciones infinitas, le parecía un respiro perfecto después de una semana de trabajo y maternidad sin pausa.

Sara abrió la puerta con una sonrisa amplia. Vestía un suéter suelto color crema y unos jeans, sin pretensión alguna, pero con ese aire de mujer que siempre parece tenerlo todo bajo control.
—¡Llegaste temprano! —dijo mientras la abrazaba—. Pensé que ibas a estar atrapada en Periférico media hora más.
—Yo también, pero milagros pasan —rió Gala—. ¿Necesitas ayuda con algo?
—Ya tengo casi todo listo, pero pasa a la cocina, vamos a abrir el vino antes de que lleguen las demás.

El interior de la casa tenía el aroma a pan recién horneado mezclado con un toque de canela, algo que Sara había preparado “solo por si se nos antoja algo dulce”. Mientras abría la botella de vino tinto, Sara empezó a contarle, como al pasar, un par de anécdotas de su semana.

—Mariana me llamó ayer, ¿sabías? —dijo Sara mientras servía las copas.
—Ah, sí… me comentó que habían hablado —respondió Gala, tomando el primer sorbo.
—No nos veíamos desde hace meses, pero nos pusimos al día. Ya sabes, las pláticas que empiezan con “¿cómo están?” y terminan con “nadie es tan perfecto como parece”.

Gala sonrió, sin pensar mucho en la frase, acostumbrada a que Sara dijera cosas así, con una mezcla de sinceridad y observación que nunca sabía si tomar como reflexión o como advertencia.

No pasó mucho tiempo antes de que llegara Ileana. Entró sin tocar, como si la casa fuera suya, envuelta en un abrigo ligero color camel y con una bolsa de marca colgando de su brazo.
—¡Mis mujeres! —exclamó con entusiasmo—. Perdón, me tardé porque tuve que pasar a recoger unas flores que no iba a dejar en el coche, y luego el valet del restaurante no encontraba mis llaves… un desastre.
Sara y Gala intercambiaron una mirada divertida mientras Ileana se acomodaba en una de las sillas, como si hubiera estado esperando ese asiento toda la semana.

—Te traje un queso francés que probé la semana pasada en casa de unos amigos —dijo Ileana a Sara—. Te va a encantar, y a ti también, Gala… aunque creo que tus hijas jamás lo aprobarían, huele como si hubiera muerto algo dentro.
Las tres rieron, y Sara puso el queso sobre la mesa, junto con aceitunas, nueces y pan artesanal.

—¿Viene Mariana? —preguntó Ileana, sirviéndose una copa—.
—Sí, dijo que se retrasaba un poco, que estaba dejando todo listo en su casa antes de salir —contestó Sara.

Durante la siguiente media hora, la charla fluyó por temas ligeros: viajes que querían hacer, el último estreno de cine, una nueva tienda de decoración que Ileana juraba que tenía “todo lo que uno necesita y nada que uno pueda pagar sin arrepentirse después”. Gala disfrutaba de esos momentos, la facilidad con la que podían pasar de la broma al análisis, de la crítica ácida a la confesión personal, siempre con el vino de por medio.

Cuando Mariana llegó, la mesa ya estaba cubierta de botanas y la conversación animada. Mariana, impecable como siempre, se acomodó entre Sara e Ileana, saludando con besos y un “¡por fin!” que arrancó risas.

—Necesitaba esto —dijo dejando su bolsa a un lado—. Entre el trabajo, los niños y la casa, siento que no he respirado en semanas.

La conversación empezó a girar hacia la maternidad, un territorio que unía a Gala, Sara y Mariana de una manera que Ileana observaba con distancia curiosa.
—Lo que yo no entiendo —intervino Ileana, con esa mezcla de franqueza y desenfado que la caracterizaba— es cómo hacen para estar tan… funcionales. Yo con un perro ya me siento al límite.
—No es que seamos funcionales —respondió Sara—, es que aprendemos a funcionar dentro del caos.
—Y a veces fingimos más de lo que admitimos —añadió Mariana, con un tono que parecía ligero, pero que hizo que Gala sintiera un pequeño nudo en el estómago.

Las copas se llenaron una y otra vez. El queso francés fue un éxito inesperado y las aceitunas desaparecieron rápido. Entre risas, empezaron a recordar cómo se habían conocido. Sara y Gala coincidían en que, si no fuera por Adrián, quizá nunca se habrían hecho amigas. Ileana intercalaba preguntas, disfrutando del rol de espectadora de una historia que parecía tener capas más profundas.

En un momento, Sara, con esa forma sutil que tenía de poner sobre la mesa lo que los demás preferían dejar en un cajón, soltó:
—Es curioso… todos pensamos que las parejas que conocemos están perfectas, hasta que nos damos cuenta de que lo que muestran es solo una parte.
—Es que es así —dijo Ileana—. Nadie te enseña las peleas a las dos de la mañana, ni las conversaciones incómodas en el coche.
—Exacto —respondió Sara—. Todos pretendemos un poco más de lo que somos. A veces porque nos conviene, a veces porque es más fácil.

Gala sintió que la conversación estaba tomando un tono que no quería explorar demasiado, así que llevó el tema hacia un recuerdo gracioso de un viaje que habían hecho juntas el año anterior. Pero la semilla ya estaba plantada. Sara había logrado, sin parecerlo, dejar flotando esa idea en el aire.




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