El viernes llegó con ese ritmo distinto que tiene el final de la semana. El día no estaba cargado de grandes emociones, pero sí de esa sensación de descanso que se empieza a colar desde las primeras horas de la tarde. Gala cerró la laptop con un suspiro de alivio y se recargó en la silla, dejando que el silencio de su estudio la abrazara por un momento. Afuera, el sol se filtraba tibio por las cortinas, y en la cocina resonaban los pasos de Ernesto acomodando algo para la cena de las niñas.
No hubo conversación elaborada, solo un intercambio breve sobre quién pasaría por ellas a la escuela el lunes, y si este fin de semana iban a aprovechar para ordenar el jardín. Esa era la normalidad entre ellos: coordinación práctica, pocas palabras, pero suficiente para que la vida siguiera funcionando.
A media tarde, el teléfono de Gala vibró. Era un mensaje de Sara, breve y directo:
"Hoy en mi casa. Vino, quesos y algo de música. Solo los de siempre. Vente."
Gala sonrió. No había excusa para decir que no; después de una semana larga, esa invitación sonaba a respiro.
Mientras se alistaba, repasó mentalmente quiénes solían ser “los de siempre”: Sara, que con su estilo relajado y casa acogedora se había convertido en el punto de encuentro natural; Ileana, siempre impecable, con su manera ligera y a veces fríamente honesta de opinar sobre todo; y Adrián… que cada vez se colaba más en sus semanas de maneras inesperadas.
Al llegar a la casa de Sara, la puerta ya estaba entreabierta, y desde la entrada se escuchaba el murmullo de conversaciones y una playlist suave que parecía mezclarse con las risas. El aroma a pan recién horneado y a queso fundido flotaba en el aire.
Sara apareció, copa en mano, con esa manera suya de recibir sin protocolos: un abrazo rápido y un “pasa, siéntete en tu casa” que no necesitaba explicaciones. En la sala, Ileana estaba ya recostada en un sillón, con las piernas cruzadas y una copa de vino tinto que giraba lentamente en su mano. Su cabello perfectamente peinado contrastaba con la manera desenfadada en que hablaba.
—Llegaste justo a tiempo —dijo Ileana, sonriendo—. Sara estaba a punto de abrir la segunda botella y yo de acaparar todo el queso.
Gala dejó su bolsa en una esquina y se sirvió una copa. Mientras lo hacía, sintió esa mezcla de comodidad y distancia que siempre le generaban estos espacios: eran cercanos, pero cada uno parecía guardar siempre un rincón invisible para sus propios pensamientos.
A los pocos minutos llegó Adrián. Llevaba una camisa clara, las mangas arremangadas y el aire de alguien que había dejado atrás un día de trabajo intenso. Saludó primero a Sara con un beso en la mejilla, a Ileana con un comentario sobre su puntualidad (“increíble que tú llegues antes que yo”), y a Gala con un gesto más silencioso, pero cargado de reconocimiento.
No había tensión. O, si la había, se disfrazaba bien entre las charlas cruzadas sobre trivialidades: una recomendación de serie, el comentario de Sara sobre una nueva panadería en la zona, una anécdota que Ileana contaba con ese tono de quien ha vivido demasiadas historias para tomárselas en serio.
Pero conforme las copas se llenaban y la luz de la tarde iba apagándose, las conversaciones empezaron a mezclarse con otras capas. Sara, sin proponérselo, llevó el tema hacia las relaciones largas y cómo, con los años, lo que se sostiene es la rutina más que la pasión. Ileana, en su estilo, lanzó una frase que se quedó flotando:
—Es que todos mostramos más de lo que realmente somos. O pretendemos.
Hubo un silencio breve, de esos que no incomodan pero que sí obligan a mirarse un poco más de frente. Gala no dijo nada, pero pensó en cómo esa idea se repetía en muchos espacios: en su casa, en el trabajo, incluso aquí.
Adrián, con ese modo de intercalar lo personal en lo general, añadió:
—Al final, es como en los negocios. Proyectas lo que necesitas que crean de ti. Y eso es lo que sostiene todo.
Sara lo miró con media sonrisa.
—Qué práctico eres, primo. Y a la vez, qué agotador debe ser.
La noche siguió sin dramatismos, pero con esas pequeñas corrientes invisibles que mueven más de lo que parece. Entre bocados de queso y pan, Gala y Adrián compartieron un par de comentarios sobre un proyecto que ambos conocían, y aunque no era una conversación privada, había un matiz de complicidad que los demás no parecían notar… o tal vez sí, pero preferían no señalarlo.
La cocina se volvió el centro cuando Sara sacó una tabla enorme con más quesos, fruta y nueces. Ileana, desde la barra, empezó a contar una anécdota de juventud, exagerada y llena de guiños, que hizo reír a todos. Gala se recargó en la barra, copa en mano, mirando cómo la escena tenía ese equilibrio raro: cada uno con su vida, sus vacíos, pero capaces de coincidir en algo parecido a la calidez.
Cuando la noche empezó a cerrarse, la conversación derivó hacia planes y eventos futuros. Sara habló de hacer algo el siguiente mes, Ileana de una escapada a la playa, y Adrián propuso una cena más formal para un grupo más grande, donde se mezclaran amigos y contactos de trabajo. Lo dijo con naturalidad, pero miró a Gala lo suficiente como para que quedara claro que esperaba que ella estuviera ahí.
Al despedirse, Sara abrazó a Gala con fuerza.
—Me encanta cuando vienes, le das otra luz a esto.