El lunes amaneció con esa pereza silenciosa que siempre acompaña a los días posteriores a un viernes especial. No era que hubiera pasado algo extraordinario en casa de Sara, pero el clima, las risas y las conversaciones habían dejado un eco curioso. Gala lo sintió mientras servía café en la cocina, mirando por la ventana el tráfico matinal. Ernesto revisaba su celualr, como si todo fuera igual, pero ella notaba que las imágenes de Adrián comentando anécdotas seguían vivas en su cabeza.
En la oficina, el aire parecía más fresco que de costumbre. Adrián entró un poco después que ella, con esa seguridad que no se anuncia pero se siente. No le dijo nada del viernes, ni siquiera una broma. Solo un “Buenos días, Gala” acompañado de una mirada breve, como quien deja una puerta entreabierta sin invitar a pasar todavía.
El resto del lunes transcurrió con llamadas, juntas y correos, pero cada vez que Gala veía su nombre en el remitente, sentía un leve hormigueo en el estómago. No era atracción física —o no solo—, era la sensación de estar incluida en algo que podía crecer. En una de las reuniones de la tarde, Adrián propuso que el proyecto que llevaban juntos se presentara el jueves ante un grupo reducido, y que luego podrían discutir detalles con calma.
El martes, los cruces se hicieron más frecuentes. Un mensaje rápido para coordinar, una pregunta lanzada desde su oficina, un comentario al pasar sobre un tema que no tenía nada que ver con el trabajo. Ese mismo día, Sara llamó a Gala a su escritorio con un tono conspirador.
—¿Tú crees que lo de viernes fue tranquilo? —preguntó con una media sonrisa.
—Sí… ¿por qué?
—Porque yo vi a más de uno pasándosela mejor de lo que aparentaba.
Gala rió, como si el comentario no fuera con ella. Pero por dentro, algo se acomodaba en un sitio nuevo.
El miércoles, Adrián apareció a media mañana en su oficina con dos cafés en la mano.
—Te vi cara de que no dormiste bien —dijo, dejándole uno en el escritorio.
—Y eso que no me viste en la noche —respondió Gala sin pensar demasiado, y enseguida se sonrojó por el doble sentido involuntario. Él sonrió de forma casi imperceptible, sin añadir nada.
En la tarde, mientras revisaban un informe, Adrián dejó caer la invitación con total naturalidad:
—El jueves, después de la reunión, podríamos ir a tomar algo para seguir hablando del proyecto. Sara y Ileana se suman.
—¿Solo nosotros cuatro? —preguntó Gala, intentando sonar casual.
—Sí, algo tranquilo.
El jueves llegó con un aire distinto. La presentación salió impecable, Adrián se encargó de que todos notaran el aporte de Gala. Luego, el plan se cumplió: se encontraron en un bar discreto, con luces tenues y mesas bajas. Sara hablaba animada, Ileana soltaba comentarios ácidos que hacían reír a todos, y Adrián, entre trago y trago, encontraba momentos para preguntarle a Gala cosas que parecían pequeñas:
—¿Siempre supiste que querías dedicarte a esto?
—No… creo que me fui encontrando en el camino —dijo ella, sintiendo que no hablaba solo de su carrera.
La conversación fluyó con naturalidad, sin tensiones obvias. Pero al despedirse, cuando Adrián le sostuvo la mirada un segundo más de lo necesario, Gala entendió que esta semana había sido un movimiento en el tablero. Lento, casi imperceptible, pero firme.
Esa noche, en su casa, mientras Ernesto ya dormía, abrió su correo para ver unos pendientes. Encontró un breve mensaje de Adrián: “Buen trabajo hoy. Y buen rato.” Sin emojis, sin excesos, pero con la misma puerta entreabierta del lunes.
Y así terminó la semana: con una sensación que no sabía si era peligro o promesa.