El amanecer llegó con la misma monotonía que los días anteriores. Gala despertó antes que la alarma, como siempre, con la mente ya ocupada en la lista de pendientes. Desde la cama, escuchaba el murmullo de Ernesto en la cocina, preparando el desayuno de las niñas. Su rutina era un engranaje bien aceitado, pero sin brillo. Gala se levantó, se vistió con rapidez y pasó al cuarto de las niñas, donde las risas y las quejas matutinas llenaban el aire.
Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, Adrián ajustaba el nudo de su corbata frente al espejo. Mariana, aún en la cama, lo observaba con una mezcla de admiración y distancia. Él siempre parecía impecable, como si cada detalle de su apariencia estuviera calculado para proyectar control. Mariana se levantó lentamente, envolviéndose en una bata de seda, y se dirigió al baño sin decir una palabra. Adrián la miró de reojo, notando cómo la luz de la mañana resaltaba la curva de su cuello, pero no dijo nada. Había aprendido a guardar sus pensamientos para sí mismo.
La oficina estaba llena de murmullos y pasos apresurados. Gala llegó con su carpeta bajo el brazo, su andar decidido y su mente ya enfocada en los objetivos del día. Al pasar por el pasillo principal, vio a Adrián en la sala de juntas, revisando unos documentos. Sus miradas se cruzaron brevemente, y en ese instante, el tiempo pareció detenerse. No hubo palabras, solo un leve asentimiento de cabeza, pero la tensión era palpable, como un hilo invisible que los conectaba.
Más tarde, durante una reunión, Adrián tomó la palabra con su habitual seguridad. Gala lo observaba desde su asiento, admirando cómo cada frase parecía cuidadosamente diseñada para convencer. Cuando él terminó, ella intervino, complementando sus ideas con datos precisos y argumentos sólidos. La sincronía entre ambos era innegable, y aunque nadie lo mencionaba, todos en la sala podían sentir que había algo más que profesionalismo en su dinámica.
Esa noche, después de acostar a las niñas, Gala y Ernesto se encontraron en la habitación. Él se acercó con una sonrisa cansada, rodeándola con sus brazos mientras ella doblaba la ropa. Gala sintió el peso de su mirada, cálida pero expectante, y supo lo que venía. No era rechazo lo que sentía, pero tampoco deseo. Era algo más cercano a la obligación, un acto que formaba parte de la rutina que ambos habían construido.
Ernesto la besó con suavidad, sus manos recorriendo su espalda con una ternura que, en otro tiempo, la habría conmovido. Gala cerró los ojos, intentando concentrarse en el momento, pero su mente vagaba. Pensaba en el día, en la reunión, en la forma en que Adrián había pronunciado su nombre al final de la presentación. La culpa la golpeó como un relámpago, pero no lo suficiente para borrar la imagen de él de su mente.
El éxtasis llegó, como siempre era bueno, pero cuando todo terminó, Ernesto se quedó dormido rápidamente, como siempre. Gala, en cambio, permaneció despierta, mirando el techo y preguntándose en qué momento su vida se había convertido en una serie de actos predecibles.
En la oscuridad de la habitación, Gala pensaba en sus hijas, en cómo sus risas llenaban la casa de vida, pero también en cómo cada día parecía un reflejo del anterior. Amaba a su familia, pero había algo dentro de ella que pedía más. Más reconocimiento, más desafíos, más poder. No era ambición vacía; era una necesidad de probarse a sí misma, de demostrar que podía ser más que una madre y una esposa.
Pensó en Adrián, en cómo su presencia parecía amplificar todo a su alrededor. Con él, las ideas fluían, los proyectos cobraban vida, y ella se sentía vista de una manera que Ernesto nunca había logrado. Era un pensamiento peligroso, lo sabía, pero no podía evitarlo.
En su casa, Adrián y Mariana compartían una cena silenciosa. Sus hijos ya estaban en sus habitaciones, y la mesa, impecablemente puesta, parecía más un escenario que un lugar de encuentro. Mariana intentó iniciar una conversación sobre un viaje que estaba planeando, pero Adrián respondió con monosílabos, su atención dividida entre su copa de vino y su teléfono.
Más tarde, en la habitación, Mariana se acercó a él, buscando un gesto de conexión. Adrián la besó, pero su toque era mecánico, como si estuviera siguiendo un guion. Mariana cerró los ojos, intentando encontrar en ese momento algo que la hiciera sentir deseada, pero lo único que percibía era la distancia. Para Adrián, el acto era más una reafirmación de control que una expresión de amor. Cuando todo terminó, ella se quedó mirando el techo, preguntándose si todo matrimonio no era, al final, una transacción cuidadosamente disfrazada.
Adrián, en su estudio, revisaba unos documentos mientras bebía otra copa de vino. Pensaba en Gala, en cómo su energía y ambición lo atraían de una manera que no podía explicar. No era solo su inteligencia o su belleza; era la forma en que ella lo desafiaba, en que lo hacía sentir vivo. Para él, el poder era el mayor afrodisíaco, y Gala representaba una extensión de ese poder.
Mariana, en la cama, pensaba en cómo su vida parecía perfecta desde fuera, pero en su interior, sentía que algo faltaba. Amaba a Adrián, pero no podía ignorar la sensación de que su relación era más una sociedad que un romance. Se preguntaba si alguna vez había sido diferente, o si siempre había sido así y ella simplemente no lo había notado.
En dos casas separadas, dos matrimonios avanzaban como trenes en vías paralelas, cada uno con su propia carga de amor, rutina y vacío. Gala y Adrián, aunque separados por kilómetros, compartían un pensamiento común: la sensación de que algo estaba a punto de cambiar. No sabían qué forma tomaría, pero ambos sentían el peso de una decisión que aún no habían tomado.