El filo dorado de tus sueños

Altar de ambiciones

La tarde se deslizaba lentamente, bañada por una luz dorada que se filtraba a través de los ventanales de la oficina. Gala estaba sola en la sala de juntas, inclinada sobre un informe que debía presentar al día siguiente. La ciudad, al otro lado del cristal, parecía un océano de luces y sombras, vibrante y lleno de promesas. Cada vez que miraba esa vista, sentía un cosquilleo en el pecho, una mezcla de vértigo y hambre. Era como si cada edificio iluminado le susurrara que había más por conquistar.

El sonido de la puerta al abrirse la sacó de sus pensamientos. Adrián entró con la misma seguridad que siempre lo acompañaba, como si el espacio se moldeara a su presencia. Llevaba una carpeta bajo el brazo y el nudo de su corbata ligeramente aflojado, un detalle que, en él, parecía deliberado. Gala levantó la vista, sorprendida, pero no incómoda. Había algo en él que siempre parecía encajar, como si el mundo estuviera diseñado para recibirlo.

—¿Te interrumpo? —preguntó, su voz baja, casi un murmullo.
—No, estaba terminando esto —respondió ella, señalando los papeles frente a ella.

Adrián se acercó, dejando la carpeta sobre la mesa. No se sentó de inmediato. En cambio, se quedó de pie, observándola con una intensidad que Gala sintió en la piel, como un roce invisible. Había algo en su mirada que la desarmaba, una mezcla de curiosidad y desafío que parecía desnudarla sin tocarla.

—¿Alguna vez te has preguntado por qué hacemos esto? —dijo finalmente, rompiendo el silencio.
—¿Esto? —preguntó Gala, arqueando una ceja.
—Trabajar hasta tarde, perseguir metas que a veces parecen inalcanzables, competir con nosotros mismos.

Gala sonrió, pero no respondió de inmediato. Sabía que la pregunta no era casual, que había algo más detrás de sus palabras. Finalmente, dijo:
—Porque no sabemos hacer otra cosa. Porque, de alguna manera, nos define.

Adrián asintió, como si esa respuesta confirmara algo que ya sospechaba. Luego, se inclinó ligeramente hacia adelante, apoyando las manos en la mesa. La distancia entre ellos era mínima, apenas un par de pasos, pero el aire entre ambos parecía cargado, como si cada molécula vibrara con una energía que ninguno podía ignorar.

—¿Y qué pasa cuando llegamos? —preguntó él, su voz más baja, casi un susurro.
—Buscamos algo más alto —respondió Gala, sin dudar, pero sintiendo cómo su propia voz temblaba ligeramente.

Adrián la miraba como si intentara descifrar un enigma, como si cada palabra de ella fuera una pieza de un rompecabezas que llevaba años intentando armar. Gala, por su parte, sentía el peso de su mirada como un calor que se extendía por su piel, lento y persistente, como el sol de mediodía.

—Eres diferente, Gala —dijo finalmente, su tono cargado de una sinceridad que la desarmó.
—¿Diferente cómo? —preguntó ella, intentando mantener la compostura.
—No te conformas. No solo quieres llegar; quieres que el camino tenga sentido. Eso no es común.

Gala sintió un calor extraño en el pecho, una mezcla de orgullo y vulnerabilidad. No estaba acostumbrada a que alguien la viera de esa manera, a que alguien entendiera lo que la impulsaba sin necesidad de explicarlo.

—Tú tampoco te conformas —dijo ella, devolviéndole la mirada.
—No, pero a veces me pregunto si eso es una virtud o una maldición.

El silencio que siguió no fue incómodo. Era un silencio lleno de significados, de palabras no dichas que flotaban entre ellos como un puente invisible. Gala pensó en lo que él había dicho, en cómo había descrito algo que ella misma no sabía cómo poner en palabras. Y en ese momento, lo entendió: lo que la atraía de Adrián no era su físico, ni su carisma, ni siquiera su inteligencia. Era su ambición, esa hambre que reflejaba la suya propia, como un espejo que le devolvía una versión amplificada de sí misma.

Adrián se levantó y caminó hacia la ventana, mirando la ciudad con una expresión que Gala no pudo descifrar. Había algo en su postura, en la forma en que sus hombros se tensaban ligeramente, que hablaba de una lucha interna. Finalmente, dijo:
—A veces siento que todo esto… el trabajo, los logros, las metas… es como un altar que construimos para nosotros mismos.

Gala se levantó también, acercándose a él. La distancia entre ellos era mínima, apenas un par de pasos, pero la tensión era palpable.
—¿Y qué pasa cuando terminemos el altar? —preguntó ella, su voz apenas un susurro.

Adrián giró ligeramente la cabeza, lo suficiente para mirarla de reojo. Sus ojos se encontraron, y en ese instante, el aire pareció volverse más denso.
—Lo besamos —respondió él, con una intensidad que hizo que Gala contuviera la respiración.

No se movieron. No hubo contacto físico, pero la cercanía era suficiente para que ambos sintieran el calor del otro. Gala podía escuchar su propia respiración, acelerada, y el latido de su corazón, que parecía resonar en sus oídos. Adrián, por su parte, mantenía la mirada fija en ella, como si estuviera esperando una señal, un permiso que ninguno de los dos se atrevía a dar.

El silencio entre ellos era como un hilo tensado al límite, a punto de romperse. Gala sintió un impulso casi incontrolable de alzar la mano, de tocarlo, de comprobar si el calor que sentía era real o solo una ilusión. Pero no lo hizo. En cambio, dejó que el momento se alargara, que la tensión se convirtiera en un fuego que ardía en su interior.

Finalmente, Adrián dio un paso atrás, rompiendo la tensión. Gala sintió el vacío inmediato, como si algo se hubiera roto en el aire. Él volvió a su lugar junto a la mesa, recogió la carpeta y dijo:
—Es tarde. Deberíamos irnos.

Gala asintió, pero no se movió. Sus manos estaban frías, a pesar del calor que aún sentía en su pecho. Cuando finalmente habló, su voz sonó más firme de lo que esperaba.
—Adrián…

Él se detuvo en la puerta, girando ligeramente la cabeza.
—¿Sí?




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