En la oficina, las cosas eran diferentes. Gala se movía con una energía que contagiaba a todos a su alrededor. Su ambición, que antes había sido un susurro, ahora era un grito que resonaba en cada decisión que tomaba, en cada idea que proponía. Los proyectos avanzaban con rapidez bajo su dirección, y los resultados hablaban por sí mismos. Los correos llegaban con felicitaciones, los clientes pedían específicamente trabajar con ella, y los directivos empezaban a notar su nombre en las reuniones importantes.
Adrián, desde su posición estratégica, observaba todo con una mezcla de admiración y complicidad. Sabía que Gala estaba creciendo, que su ambición la estaba llevando a un lugar donde pocos podían seguirla. Y aunque no lo decía en voz alta, sentía que ese crecimiento también lo impulsaba a él. Juntos, eran una fuerza imparable, un equipo que no solo cumplía objetivos, sino que los superaba.
Pero ese ascenso tenía un costo. Gala lo sabía, aunque intentaba no pensar demasiado en ello. Cada vez que llegaba a casa, sentía que la distancia entre ella y Ernesto se hacía más grande. Él seguía siendo el hombre tranquilo y paciente que siempre había sido, pero ahora esa calma, que antes la había enamorado, le parecía una barrera. Mientras ella soñaba con conquistar el mundo, él parecía contento con mantenerlo tal como estaba.
Esa noche, después de acostar a las niñas, Gala y Ernesto se encontraron en la sala. Él estaba sentado en el sofá, con una copa de vino en la mano, mientras ella revisaba unos documentos en la mesa del comedor. El silencio entre ellos era cómodo, pero también pesado, como si ambos supieran que había algo que debía decirse, pero ninguno se atreviera a empezar.
Finalmente, Ernesto habló.
—¿Te das cuenta de que últimamente estás más tiempo en la oficina que aquí?
Gala levantó la vista, sorprendida por el tono de su voz. No era un reproche, pero tampoco era una simple observación.
—Es temporal —respondió ella, intentando sonar casual—. Estamos en un momento clave con los proyectos, pero pronto se estabilizará.
Ernesto dejó la copa sobre la mesa y la miró directamente.
—¿Y si no lo hace?
La pregunta la tomó por sorpresa. No porque no lo hubiera pensado antes, sino porque no esperaba que él lo dijera en voz alta. Gala sintió un nudo en el estómago, una mezcla de culpa y frustración.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, intentando mantener la calma.
—Que no sé si esto es temporal o si simplemente estás cambiando. Y no sé si estoy cambiando contigo.
Las palabras de Ernesto la golpearon como un balde de agua fría. No era la primera vez que sentía esa desconexión entre ellos, pero escucharlo de su boca lo hacía más real. Gala quiso responder, decirle que todo estaba bien, que solo necesitaban tiempo, pero no pudo. Porque, en el fondo, sabía que él tenía razón.
Esa noche, Gala se quedó despierta mucho después de que Ernesto se había ido a la cama. Sentada en el sofá, con una copa de vino en la mano, pensaba en lo que él había dicho. ¿Estaba cambiando? Sí, lo estaba. Pero no podía evitarlo. Había algo dentro de ella, una necesidad de crecer, de avanzar, que no podía ignorar. Y aunque amaba a Ernesto, aunque amaba la vida que habían construido juntos, sentía que esa vida ya no era suficiente.
Pensó en Adrián, en cómo él parecía entender esa parte de ella que Ernesto no podía ver. No era solo su ambición lo que los unía, sino la forma en que esa ambición los hacía sentir vivos. Con Adrián, no tenía que explicarse, no tenía que justificar por qué quería más. Él lo entendía, porque él también lo quería.
Pero esa conexión, por más intensa que fuera, no resolvía el conflicto en casa. Gala sabía que estaba caminando por una cuerda floja, y que cada paso que daba la alejaba un poco más de Ernesto. Y aunque no quería admitirlo, había una parte de ella que se preguntaba si algún día esa distancia sería insalvable.
La mañana siguiente, mientras desayunaban, Ernesto volvió a sacar el tema.
—¿Podemos hablar?
Gala asintió, aunque sabía que no estaba lista para esa conversación.
—¿Qué pasa?
—Siento que te estoy perdiendo —dijo él, con una franqueza que la desarmó.
Gala dejó la taza de café sobre la mesa y lo miró a los ojos.
—No es eso, Ernesto. Es solo que… hay muchas cosas pasando en el trabajo. Es un momento importante para mí.
—¿Y para nosotros? —preguntó él, su voz cargada de emoción.
Gala no supo qué responder. Porque, en el fondo, sabía que su ambición estaba ocupando un lugar que antes era de ellos. Y aunque quería creer que podía tenerlo todo, que podía ser una mujer exitosa y una esposa presente, empezaba a darse cuenta de que tal vez eso era una ilusión.
Esa noche, mientras doblaba la ropa de las niñas, Gala pensaba en lo que Ernesto había dicho. ¿Lo estaba perdiendo? ¿O era ella quien se estaba alejando? No tenía respuestas, solo preguntas que la atormentaban. Pero había algo que sí sabía: su ambición no iba a desaparecer. Era parte de ella, una parte que no podía ignorar, por más que quisiera.
Y mientras se acostaba junto a Ernesto, sintiendo la distancia entre ellos incluso en la cercanía de la cama, Gala se dio cuenta de que estaba en un punto de no retorno. Su ambición la estaba llevando a lugares que nunca había imaginado, pero también la estaba alejando de las personas que más amaba. Y aunque no sabía cómo terminaría todo, sabía que no podía detenerse. Porque, al final, su ambición era lo único que realmente la hacía sentir viva.