El filo dorado de tus sueños

Lo que los hijos aprenden

La mañana del lunes empezó como tantas otras, pero con una tensión sutil que ninguno de los dos matrimonios supo identificar de inmediato.
En casa de Gala, las niñas discutían en la cocina por quién usaría primero el espejo del pasillo. Lucía, la mayor, lanzó una frase al aire sin imaginar el impacto que tendría:
—Tú siempre quieres todo para ti… igual que mamá.
Gala, que estaba preparando el café, giró con la taza en la mano. No supo si sonreír o corregirla. Esa observación inocente, dicha con la naturalidad de quien describe el clima, le quedó retumbando en la cabeza.
Ernesto, sentado en la mesa con el periódico, levantó una ceja pero no dijo nada. Solo hizo un gesto leve, como quien confirma algo que ya sabía.

En casa de Adrián, la escena era distinta pero igual de incómoda. Sus hijos, Rodrigo y Mateo, desayunaban mientras discutían sobre un partido de fútbol. Rodrigo, el mayor, interrumpió a su hermano con un tono cortante:
—No sabes nada, mejor escucha y haz lo que te digo.
Mariana intervino de inmediato, pero Adrián, desde el otro extremo de la mesa, se quedó observando. La frase, la entonación, la manera de cortar al otro… era idéntica a la suya cuando quería imponer un punto. Y aunque eso le arrancó un orgullo involuntario, también sintió un leve pinchazo de inquietud. Mariana lo miró de reojo, como si quisiera dejar claro que había notado el parecido.

El lunes laboral comenzó con una reunión programada a primera hora. Gala y Adrián llegaron casi al mismo tiempo a la sala de juntas, intercambiando un saludo breve y esa mirada que cargaba semanas de entendimiento tácito. Ambos estaban listos para presentar avances del proyecto más importante que habían desarrollado juntos en meses.
Pero no fueron ellos quienes iniciaron la reunión. Sentado en la cabecera, un hombre de traje impecable y acento extranjero se presentó como Luis Ferrer, nuevo Director de Estrategia. Había sido contratado por el consejo de la empresa para liderar una expansión internacional.

—A partir de hoy —dijo con voz firme—, los proyectos clave se reestructuran. Quiero equipos más pequeños y roles definidos. Y en el caso de ustedes… —miró primero a Gala, luego a Adrián—, van a dividirse.
Un silencio denso se apoderó de la mesa.
—Sé que han hecho un gran trabajo juntos —continuó Ferrer—, pero necesito que cada uno lidere una unidad distinta. Así maximizamos su alcance.

Gala sintió que el aire se volvía más pesado. No era enojo, no todavía. Era más bien la sensación de que alguien acababa de mover las piezas de un tablero que creía entender. Adrián, por su parte, sostuvo la mirada del nuevo director con una calma estudiada, pero por dentro evaluaba implicaciones, riesgos y ventajas.

La noticia se propagó rápido en la oficina. Algunos lo vieron como un ascenso disfrazado: ahora tendrían más control individual. Otros, como un golpe a la sinergia que todos admiraban.
En el pasillo, Gala y Adrián se cruzaron sin testigos.
—Esto cambia las cosas —dijo ella, sin bajar la voz.
—Solo si dejamos que cambien —respondió él, pero no sonó convencido.
—No sé si me gusta la idea de…
—De no tenerme cerca —completó él, casi sonriendo.
Gala no respondió, pero esa frase se le quedó adherida al resto del día.

En casa, esa tarde, las dinámicas familiares volvieron a ser espejos incómodos.
Lucía, ayudando a su hermana con la tarea, insistía en corregir cada palabra que la pequeña escribía. Gala las observaba desde el sofá y se preguntaba si esa obsesión por el control venía de ella. Ernesto entró con las compras y, al ver la escena, comentó en tono ligero:
—La estás entrenando para que sea igualita a ti.
Gala sonrió con los labios, pero sintió un golpe sordo en el pecho.

En la casa de Adrián, la tensión se disfrazaba de cotidianidad. Mariana intentaba que los chicos recogieran la cocina, pero Rodrigo delegaba todo a Mateo.
—Tú hazlo, yo tengo cosas más importantes —dijo, imitando sin saberlo una frase que Adrián había usado esa misma mañana en la oficina.
Mariana lo miró a él como buscando una reacción. Adrián desvió la vista hacia su teléfono.
Más tarde, cuando Mariana le preguntó cómo había estado el día, él contestó con un:
—Bien, cambios. Vamos a trabajar separados en la empresa.
Ella arqueó las cejas.
—¿Separados? ¿Eso es bueno o malo?
Adrián se encogió de hombros.
—Depende de para quién.

El martes y el miércoles se fueron en una sucesión de ajustes. Gala y Adrián empezaron a recibir nuevos equipos, nuevas tareas y, sobre todo, nuevas responsabilidades individuales. Era un ascenso disfrazado de separación.
En las reuniones, se miraban de lejos. Ya no compartían tantos minutos de charla entre proyectos; ahora sus agendas no coincidían. Pero lo que más pesaba era el silencio donde antes había intercambio constante.

Para Gala, la separación tenía un matiz extraño: más poder individual, sí, pero también la sensación de haber perdido un aliado que entendía sin palabras sus movimientos.
Para Adrián, era una oportunidad de demostrar que podía escalar aún más… aunque le incomodara que Gala también lo haría, y sin su supervisión.

La semana cerró con una escena espejo en ambas casas.

En casa de Gala, Ernesto la encontró revisando correos desde el celular mientras las niñas jugaban en el suelo.
—¿Nunca desconectas? —preguntó, medio en broma.
—Es que hay cosas que no pueden esperar.
—Siempre hay cosas que no pueden esperar —replicó él, y se fue a la cocina.
Gala sintió el peso de esas palabras como un juicio que no quería escuchar.




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