El filo dorado de tus sueños

Pequeñas fisuras

La rutina se asentó. Adrián y Gala casi no coincidían fuera de comités. Él pulió su imagen: mentorías los viernes, memos precisos, reuniones con agenda y copia. Gala empezó a sumar victorias limpias sin mirar hacia los lados.

En casa, Mariana colgó su plan en la puerta del estudio y empezó a tachar metas. Llamadas, foros, mentoría. Su tono cambió: más directo, menos conciliador. Una noche, Adrián sugirió mover la cena con los suegros.

—No puedo —dijo ella—. Es el primer panel con la mentora. Reagéndalo tú.

No hubo pelea; hubo un reacomodo. Adrián anotó el nuevo plan en el calendario familiar y se ocupó de la logística. La casa siguió en marcha, pero las decisiones ya no pasaban por él.

Del otro lado, Ernesto miraba a Gala llegar más tarde y más concentrada. Ella traía el brillo de alguien que por fin pisa el acelerador.

—¿Te quedas a cenar? —preguntó él, levantando la vista del fregadero.

—Tengo que cerrar un deck para mañana —respondió, amable—. Como algo rápido y regreso.

Ernesto asintió, cansado. No discutió. Pero al día siguiente dejó el grupo de WhatsApp de los papás del colegio sin avisar. Cuando Gala se dio cuenta y preguntó, él dijo que “había demasiados pendientes”. Se acostaron juntos, espalda con espalda, cada uno con su pantalla. No había drama; había distancia.

El piloto de Mariana despegó y su agenda se volvió una cuadrícula apretada. Adrián ajustó: desayunos en su cancha, uniformes listos, domingos de fútbol movidos. Una tarde, en el pasillo, Mariana recibió una llamada y pidió espacio con la mano. Él se hizo a un lado, sonrió, esperó. Al colgar, ella le contó de una invitación a viajar.

—Tres días —dijo—. Vuelvo el viernes.

—Organizo todo —respondió él. Y cumplió.

Pero esa semana, al volver, Mariana encontró que él ya había tomado dos decisiones escolares sin consultarla. Nada grave. Justo lo necesario para sentirse visitante en su propia casa. Se lo dijo con calma en la cocina.

—Quiero estar en esas decisiones —pidió.

—Pensé que te aligeraba —respondió él.

—A veces, no —cerró ella, sin elevar la voz.

En la oficina, Ferrer dio a Gala más presupuesto y responsabilidades. Adrián lo notó y se limitó a elevar la calidad de sus entregables. En un cruce rápido, ella le pidió métricas para blindar un deck. Él se las mandó ese mismo día, con copia y comentarios puntuales. Dos líneas por fuera del guion, al despedirse:

—Estás hilando fino —dijo él.

—Es la única forma —contestó ella, sin adornos.

En casa de Gala, Ernesto empezó a resentir el nuevo mapa. Ella llegaba con la cabeza prendida a las ideas. Él intentaba hablar del viaje a visitar a sus padres.

—Este mes no puedo, amor —dijo ella, suave—. Ferrer necesita que cierre dos frentes.

—Tus “frentes” están en todas partes últimamente —respondió, sin ironía, con cansancio.

Gala se acercó, lo abrazó. Ernesto correspondió, pero la rigidez quedó ahí. A medianoche, él dejó abierta la laptop con una búsqueda: “alergia al estrés”. Gala la vio al día siguiente. No dijo nada. Él tampoco.

Con el año avanzando, Adrián y Gala trabajaron en paralelo. Coincidieron sólo para resolver overlaps. Decisiones rápidas, respeto profesional, ningún gesto fuera de libreto. En dos ocasiones, Ferrer los sentó a ajustar lanzamientos. Gala propuso; Adrián afinó una pregunta; Ferrer validó. Todo funcionó.

A finales del tercer trimestre, Mariana apareció en la portada de un portal. Título claro, foto sobria. En casa, celebraron con una cena sencilla. Ella, contenta; él, correcto.

—Mañana tengo una entrevista temprano —dijo Mariana—. ¿Te ocupas tú de llevar a Rodrigo?

—Hecho —respondió Adrián.

Al día siguiente, él resolvió un contratiempo en la escuela y no le avisó. Más tarde, Mariana se enteró por el chat de mamás. Le mandó un mensaje corto: “Gracias. Avísame la próxima.” No había reproche evidente, sólo una línea. Adrián respondió con un pulgar y una frase: “Claro.”

Ese mismo mes, Ferrer eligió el naming de Gala para un lanzamiento clave. Adrián trabajó su propio frente, con más presión y menos ruido. Le escribió a Gala para alinear preguntas difíciles antes del consejo. Quedaron veinte minutos tarde, en una sala discreta. Hablaron con precisión. Dos risas pequeñas por una anécdota de Ferrer. Al salir, él dijo: “Te va a quedar redondo.” Ella, “A ti también.” Puertas cerradas. Vidas separadas. El pulso, sin embargo, se aceleró medio grado.

En la casa de Gala, los roces se hicieron cotidianos. Ernesto dejó de ofrecerse para ciertas cosas. Si ella no llegaba a la hora de la cena, él ya no esperaba. Cuando Gala propuso una escapada de fin de semana para “recargar”, Ernesto aceptó, pero a última hora dijo que tenía que cubrir un compromiso. No era castigo; era agotamiento.

—Esto no era así —soltó en una noche suave, sin discusión—. Me cuesta encontrarte.

—Estoy —dijo ella—. Sólo… distinta.

Él asintió. La palabra “distinta” quedó flotando, sin resolver.

El año cerró con balances visibles: Brasil creció, Gala sumó dos casos que Ferrer presumía, y el programa de Mariana consiguió patrocinio para escalar. Adrián mantuvo la casa aceitada y la reputación en alto. En la oficina, una tarde de diciembre, recibió un mensaje de Gala agradeciendo su mano en la preparación del consejo. Respondió breve y profesional. Luego borró un segundo mensaje que no hacía falta.




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