El filo dorado de tus sueños

El foro

La mañana del foro amaneció con cielo deslavado y viento suficiente para obligar a los árboles a hacerse visibles. La ciudad, a esa hora, parecía recién editada. Gala se despertó antes del despertador y, por un minuto, se quedó mirando el techo, repasando sin querer la secuencia de su presentación. No estaba nerviosa; estaba atenta. Revisó la agenda mental: llegada al centro de convenciones a las 8:15, prueba de sonido a las 8:40, briefing con el moderador a las 9:10, keynote a las 10:00, Q&A sin tiempo fijo, coffee break, panel a las 12:00. Ferrer había escrito en el correo de la noche anterior: “Cuentas claras, ritmo alto, cero paja.” Lo leyó dos veces, lo agradeció: era lo que ella misma se habría exigido.

En la mesa del comedor, Ernesto sirvió café y dejó dos rebanadas de pan en un plato. Llevaba sudadera y ese gesto discreto de quien quisiera que el día fuera más lento. Cuando Gala apareció con la blusa de seda y el saco azul, él sonrió sin comentario. La besó en la mejilla. Ella lo sostuvo medio segundo de más, como si ese gesto pudiera arreglar un par de cosas que no se arreglan en un saludo.

—¿Quieres que te lleve? —preguntó él, cortando el pan.

—Pasan por mí —respondió—. La agencia mandó a alguien, ya sabes cómo son con los tiempos.

—Ajá —dijo, ni entusiasta ni molesto—. Avísame cómo te va.

—Te mando foto —dijo ella, ligera—. Y gracias por el café.

Ernesto la siguió con la mirada mientras recogía su laptop y el estuche con los adaptadores. Lo había visto así antes, cuando presentaba a clientes complicados o cuando tenía que pedir presupuesto en épocas estrechas: contenida, eficiente, hermosa de una forma que no tenía que ver con cómo se veía, sino con la claridad de propósito. Ese brillo lo enamoró. Ese brillo, ahora, lo dejaba a un costado de la escena. No porque lo desplazara, sino porque lo convertía en espectador de algo que a veces sentía que no le pertenecía.

En el auto, camino al foro, Gala revisó mentalmente su ancla de apertura: una anécdota muy corta de un piloto fallido que se convirtió en caso de éxito por una decisión a tiempo. Había editado esa anécdota siete veces hasta dejarla como un hueso limpio. Pensó en Adrián por un segundo, no por nostalgia ni por ganas de verlo, sino porque cuando él estaba a su lado en esos momentos, su sentido del timing encontraba un espejo que la afinaba. Respiró. Había ensayado sola, con su equipo, con el espejo. Estaba lista.

El centro de convenciones olía a alfombra nueva y a café industrial. Había pendones con logotipos, una pantalla enorme con el programa y asistentes que aprendían a caminar con gafetes en el pecho. La gente de producción la recibió con eficiencia. Prueba de sonido, ok. Luz, ok. El técnico de micrófonos le colocó el lavalier con cuidado profesional y un chiste de rutina. Ella sonrió sin escucharlo.

A las 9:10, se encontró con el moderador: una periodista que llevaba años entrevistando líderes y que sabía dar pie sin robar escena. El briefing fue breve. “Te presento, tú abres con tres minutos, vamos a los puntos, dejo el Q&A abierto si hay flujo, si no cierro yo con una pregunta macro.” Gala asintió. La periodista le preguntó si necesitaba algo. “Agua sin gas”, dijo. Llegó en 30 segundos.

Mientras tanto, mensajes. Ferrer: “Estoy entrando; sala 1C. Te veo atrás.” Mariana: “Ya voy; me cruzo con Romina en la entrada. Romina siempre llega puntual y yo, mira”. Emoticono de reloj. Sara: “Aquí en la fila 5. Si me ves, ignórame, hoy soy público.” Ileana: “Llegando con Bruno. Prometo no gritar.” Gala se rió sola. Guardó el celular.

A las 9:58, la sala estaba al 80%. Había ruido suave. Un conferencista anterior había dejado el listón alto con una charla sobre liderazgo en crisis. A Gala no le importó. Su espacio era otro. La periodista subió al escenario. La presentó con precisión: nombre, rol, resultados clave del último año. Nada de “madre de dos” ni “equilibra vida y trabajo” ni “mujer en un mundo de hombres”. Gracias.

Gala caminó al centro del escenario con pasos que parecían de alguien que conoce la madera. No llevaba tarjetas. La pantalla detrás mostraba una portada minimalista: un título y un gráfico en sombra. Abrió con la anécdota del piloto: la conversación de pasillo que detonó un cambio en la ruta de implementación, la métrica que se movió dos puntos y justificó una inversión adicional, el aprendizaje. Tres minutos. Luego, estructura: qué se mide, por qué, dónde está el error más común, cómo alinear síntesis con urgencia sin quemar etapas. Nada de fuegos artificiales. Un mapa.

Al segundo 90, el murmullo bajó. A los diez minutos, ya estaba con la audiencia en ese punto donde nadie revisa el celular. Gala sentía esos silencios como un sexto sentido. En el minuto quince, clavó la idea eje: “No necesitamos más datos; necesitamos historial, contexto y decisiones con hora y apellido.” Dos personas en la fila tres tomaron notas a mano. Siguió.

A los diecisiete, introdujo un caso. No era espectacular. Era limpio. Mostró una curva que no se despega a la primera y la decisión que evitó un costo hundido. Subrayó la necesidad de tener dos planes: el que enamora a dirección y el que realmente sirve cuando el proveedor se atrasa. La periodista asentía con ojos de quien entiende. El público, con esa rigidez amable del interés.

En el minuto veintitrés, Gala cerró. La pantalla se fue a negro con un “Gracias” y un pie de página con un correo genérico. Aplausos. No ensordecedores. Sinceros. Esa clase de aplauso que se da con las manos y contención en el pecho. La periodista sonrió, abrió el Q&A. Dos preguntas fáciles. Una más filosa, sobre exposición al riesgo en mercados con regulación cambiante. Gala respondió con su convicción habitual y un ejemplo concreto. En la cuarta, un hombre de traje oscuro en la fila cinco levantó la mano.

—Hablas de tomar decisiones con hora y apellido —dijo—. ¿Dónde queda la responsabilidad cuando un ajuste de curso implica retrabajo y costos que no estaban en CAPEX? ¿Cómo proteges margen y reputación a la vez?




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