El filo dorado de tus sueños

Ambición, café y el temblor que no se nombra

El mensaje llegó la noche anterior, a las 21:46. Llevaba sólo ocho palabras y un signo de interrogación:

“¿Desayuno mañana a las 7:30, Café Sorolla?”

Gala lo vio mientras apagaba la luz del cuarto de los niños. No necesitó pensarlo; escribió “Sí” con la misma tinta interna con la que firma los contratos: rápida, firme, sin adorno. Después se quedó un segundo mirando la pantalla. No había emoticones, ni “saludos”, ni la excusa de un tema pendiente. Era una cita de cortesía profesional —así debía leerse—, pero en la cuerda fina donde vivían ella y Adrián, la cortesía siempre traía algo más embarrado en la piel.

Durmió poco y bien, con la sensación de que el aire de la mañana siguiente iba a tener otro sabor. A las 6:00 se levantó antes de que sonara la alarma, revisó un par de correos, hizo estiramientos para soltar la espalda y eligió un pantalón de lana gris claro, una blusa cruda y un saco delgado. Quería neutralidad cromática, algo que no contara ninguna historia salvo la de estar despierta y lista. Mientras se cepillaba el cabello pensó, sin querer, que ese atuendo realzaba su cuello y sus clavículas; se dijo que no era para él, sino para la mesa que la esperaba en la oficina a las 9:30. Se rió: la mitad de sus propias coartadas la divertían.

A las 7:22 entró al Sorolla, un sitio de boiserie antigua y olor permanente a canela. El barista saludó con la familiaridad justa de quien la ha visto cerrar presentaciones a punta de macchiatos. Le señaló la mesa del fondo: banqueta tapizada en verde oscuro, mármol blanco, una lámpara de latón que daba luz cálida. Adrián ya estaba allí, leyendo algo en la pantalla del teléfono con la barbilla apoyada en la mano. Levantó la vista y se puso de pie. Siempre hacía ese gesto, aun si la cita era a las siete de la mañana y sin corbata.

—Puntual —dijo él, con voz baja.

—Esto abre a las 7:00 —respondió ella—. No había margen para llegar tarde.

Se sentaron enfrentados. El barista se acercó. Gala pidió café filtrado y pan brioche; Adrián, flat white y fruta. Era un menú casi idéntico al que pedían cada vez que cerraban un proyecto al amanecer, pero desde el anuncio de su salida la semana anterior, nada era exactamente “cada vez”.

Hubo los veinte segundos de silencio confortador que sólo existe entre aliados viejos: tiempo suficiente para reconocer el espacio, insuficiente para volverse incómodo. Adrián guardó el teléfono, lo puso boca abajo.

—Gracias por venir —dijo.

—No necesitabas agradecer —respondió ella—. Prefiero que hablemos aquí que por correo con copia.

Él asintió, ajustándose el puño de la camisa. Gala reparó —como tantas veces— en la forma en que sus manos dialogaban con los botones: economía de gesto, precisión de cirujano. Esa precisión era parte de lo que la seducía intelectualmente; ver que aplicaba la misma destreza a su propia mudanza profesional le trajo una punzada extraña, mezcla de admiración y otra cosa más física, hábil para esconderse debajo de la mesa.

El barista sirvió las tazas. El aroma del café se alzó como si tomara palco. Gala sostuvo la mirada de Adrián a través del vapor, encontró un matiz de cansancio que no había notado en las reuniones grupales. Pensó que saltar de rol era glamoroso en el CV y agotador en la nuca.

—Cuéntame el puesto —dijo, sin preámbulo. Necesitaba la información para domar al fantasma.

—Vicepresidencia de Estrategia para LatAm —respondió—. Holding de infraestructura y energía. Reporte directo al CFO global, asiento en los comités de inversión y derecho de voto en fusiones.

Enumeró los frentes: due diligence de adquisiciones, portafolio de renovables, expansión de data centers, una ventanilla de innovación corporativa con presupuesto que doblaba el de toda su unidad actual. Lo hacía sin presumir, casi con pudor, pero cada dato traía polisón de poder. La ambición flotaba como electricidad estática: sutil, inevitable, excitante.

Gala sintió algo reptar en la boca del estómago. Se dio cuenta de que esa lista de atribuciones —más que de logros— le avivaba un deseo propio: quería un asiento así, o uno de calibre similar. No se trataba de ser Adrián ni de seguirlo; se trataba de no quedarse en un nivel que ya conocía de memoria, de respirar en salones donde las decisiones levantan o hunden mercados. Lo había sabido antes, lo había saboreado en voz baja; ahora lo sentía en los hombros, como un abrigo que pide usarse.

—¿Y qué te pidieron a cambio? —preguntó—. El poder nunca viene gratis.

Él sonrió, valorando la puntería.

—Un plan a cinco años con hitos por trimestre y cero margen de error en los primeros tres.

—Cero margen no existe.

—Lo sabemos tú y yo —admitió—. Pero pusieron dos ceros en la oferta salarial y otro en variable. Algunas ficciones se sostienen mejor con ceros.

Gala probó el café. Tenía notas de avellana y un amargor pulido. Lo reconoció como el sabor que le imprimía claridad a la cabeza. Respiró.

—¿Te emociona el poder o el juego? —preguntó, no por retarlo; necesitaba saber qué combustión lo movía.

Adrián consideró la taza un momento.

—El músculo —confesó—. Sentir que puedo torcer la curva. Cuando ya no cuestionas el alcance, cuestionas la palanca.

Esa respuesta recorrió a Gala como un dedo por la línea de la espalda. Tal vez porque era exacta. Tal vez porque en su boca esa frase sonaba como una promesa que ella también querría pronunciar en un salón. Recordó la tarde anterior, cuando firmó sola la aprobación con Región Norte. Un paso. Bueno, pero corto. Hubo un cosquilleo en los muslos: pequeño, sorpresivo, impropio para una sala de café público, pero inseparable de la imagen de ella misma sentada en un comité regional, decidiendo partidas de capital. El poder —descubría— no sólo atractivamente inflamaba la ambición; podía humedecer la piel.

Adrián la observó un segundo de más. No era voyeurismo; era afinidad: reconocía ese brillo súbito porque lo había visto en sus propios ojos antes de cerrar un trato difícil. No dijo nada, pero su respiración se alargó, revelando algo parecido al deseo, disfrazado de contemplación profesional.




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