El filo dorado de tus sueños

Cena en casa de Ileana

La invitación llegó por el chat grupal el martes:

Viernes, 8:00 p.m., mi casa. Nada de excusas. Llevo semanas planeando el menú y contraté chef. No acepto rechazos. —Ileana.

Cuando Ileana organizaba algo, no había margen para improvisar. Su departamento en la torre más exclusiva de la zona era su escenario favorito para demostrar que el lujo no se improvisa, se planea. Y aunque a veces sus comentarios rozaban el clasismo más descarado, la mayoría del grupo lo tomaba como parte de su personaje.

Gala llegó puntual otra vez, con un vestido azul que no era ostentoso pero tenía el corte preciso para la ocasión. El elevador la dejó en el piso 18, donde una alfombra impecable conducía a la puerta doble del departamento. Un aroma tenue a lavanda y madera la recibió antes incluso de que Ileana abriera.

—¡Perfecta como siempre! —exclamó Ileana, con un vestido de seda color marfil y el cabello recogido en un moño bajo—. Pasa, pasa. El chef está terminando el carpaccio de entrada y el vino ya está decantando.

El salón estaba impecable, con luces cálidas, música suave y una mesa larga dispuesta para ocho personas. En un rincón, un barman preparaba cócteles que parecían sacados de una revista.

—¿Soy la primera? —preguntó Gala, dejando su bolso sobre una silla lateral.
—Obvio. Pero ya sabes que Sara viene de una clase de yoga que “se extendió”, y Adrián y Mariana dijeron que pasaban primero por un encargo. Ernesto… —Ileana alzó las cejas—, no contestó el recordatorio.

Gala respiró hondo antes de responder.
—Está en un viaje express por trabajo. Le salió de última hora.

—Siempre le sale algo —dijo Ileana, caminando hacia el bar—. Y no lo digo como crítica, querida. Pero sí es curioso.

Antes de que Gala pudiera contestar, el timbre interrumpió. Era Sara, con un vestido estampado y el cabello aún húmedo, tal como había llegado la semana anterior al restaurante.

—Perdón la facha —dijo, abrazando a ambas—, pero el yoga se alargó y luego me encontré a media clase en la cafetería.

—Con razón —respondió Ileana—. Bueno, te servimos un cóctel y te olvidas de las prisas.

A los pocos minutos llegaron Adrián y Mariana. Él, con una camisa celeste arremangada y ese aire relajado que parecía siempre medido; ella, con un conjunto negro y accesorios dorados que le daban un toque de ejecutiva de alto nivel. Sonreía más que de costumbre, y Gala lo notó enseguida: Mariana estaba jugando a la versión más segura de sí misma.

La cena comenzó con el carpaccio, seguido de un risotto de setas y un filete sellado al punto exacto. El chef iba y venía, explicando cada platillo como si fuera una obra de arte. Ileana se aseguraba de mencionar, cada tanto, que los ingredientes venían “directamente de Italia” o “de una bodega boutique en Mendoza que no exporta”.

—Esto es lo que me gusta —decía Ileana—. Comida con historia, no esas cosas congeladas que creen que son gourmet.

Sara se reía, acostumbrada a sus comentarios.
—La próxima reunión la hacemos en una fonda de mercado y te voy a ver comer tacos con tortillas hechas a mano.

—Ay, sí, pero de maíz orgánico, ¿no? —replicó Ileana, y todos rieron.

En un momento, Mariana empezó a hablar de un nuevo proyecto que había iniciado: talleres para emprendedoras. Lo contaba con seguridad, usando palabras como “escala” y “sostenibilidad” que hacían que Ileana asentara con aprobación.

—Adrián me ayudó con la estrategia —admitió Mariana, lanzándole una mirada breve—. Es bueno para eso.

—No es nada —respondió él, pero la forma en que la miró después era una mezcla de orgullo y validación. Gala lo observó, consciente de que en esos gestos había una dependencia invisible: Mariana brillaba, pero con un reflector que él sostenía.

El tema derivó hacia las “mujeres alfa” y la dinámica en sus relaciones. Fue Bruno —otra vez presente— quien lo lanzó:
—¿No creen que para estar con una mujer empoderada hay que tener un carácter especial?

Sara, sin dudar:
—Claro. Si no, se sienten amenazados y empiezan a sabotear.

—O se desaparecen —añadió Ileana, con una mirada que no fue hacia nadie en particular, pero que Gala sintió en la piel.

Bruno bebió un sorbo de vino antes de añadir:
—Yo siempre me he preguntado cómo hace Ernesto. No es fácil tener una pareja con tanto… ¿cómo decirlo? Presencia.

Las risas fueron más suaves esta vez, como si todos midieran un poco sus palabras. Gala se limitó a sonreír y cambiar de tema. Pero el comentario se le quedó como una espina.

La velada continuó con postre, café y un licor dulce que Ileana insistió en servir “porque así cierran bien la noche”. Las conversaciones se fragmentaron: Sara y Mariana hablando de un retiro de meditación, Luis preguntándole a Adrián sobre inversiones, Ileana revisando mensajes en su teléfono.

Gala, en cambio, se perdió unos minutos en el ventanal, observando las luces de la ciudad. Desde ahí, todo parecía ordenado, como si cada ventana iluminada contara una historia perfecta. Pero sabía que no era así.

Adrián se acercó.
—¿Te aburres? —preguntó.
—No. Solo… pienso.
—Eso siempre es peligroso.

Ella sonrió apenas, pero no respondió. Lo miró un instante más antes de volver a la mesa.

A las once, la reunión empezó a disolverse. Sara pidió un taxi desde su aplicación, Bruno se ofreció a llevar a Adrián y Mariana, e Ileana acompañó a Gala hasta el elevador.

—No te lo tomes a mal —dijo antes de despedirse—, pero deberías traerlo más. Aunque sea para que veamos que existe.

Gala no contestó. Solo asintió, y el elevador cerró sus puertas.




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