El filo dorado de tus sueños

La cuerda invisible

La casa estaba en silencio cuando Gala cerró la puerta. No había luces encendidas, salvo una en la sala que dejaba un halo suave sobre el piso de madera. Ernesto estaba sentado en el sofá, descalzo, con la camisa medio desabotonada y una copa de vino en la mano. Parecía cansado, pero sus ojos la siguieron desde el momento en que dejó las llaves sobre la mesa.

—Llegaste tarde —dijo, sin tono de reproche, más como una constatación.
—Sí… Ileana y su menú de cinco tiempos —respondió, quitándose el abrigo.

No se movió para saludarla. Solo la observó mientras ella se acercaba, consciente de que había algo en esa mirada que la anclaba. Podía faltar a cenas, podía desaparecer días, pero cuando estaban solos, esa intensidad regresaba, intacta.

—¿Quieres vino? —preguntó él.
—Solo un poco.

Se lo sirvió y esperó a que ella se sentara junto a él. Gala bebió un sorbo y dejó la copa sobre la mesa. No hicieron más conversación; el silencio entre ellos era distinto, más denso, cargado de una tensión que no necesitaba palabras.

Ernesto le tomó la mano, recorriendo con el pulgar la línea de sus dedos. Ese gesto, tan simple, era un mapa de años: discusiones, reconciliaciones, promesas, rutinas. Gala sintió un calor que empezaba en la mano y subía lentamente por el brazo.

—Te extrañé —dijo él, apenas audible.
—Podrías venir más seguido a las reuniones, así no tendrías que extrañarme tanto.

Él sonrió de lado, sin disculparse.
—No me gustan las multitudes. Me gusta esto.

Se inclinó hacia ella, y el beso llegó como si no hubiera pasado tiempo. Al principio, suave, casi un saludo prolongado; luego, más profundo, con esa familiaridad que permite saltarse la timidez. Sus manos se encontraron en el camino: la de él en la nuca de ella, la de ella aferrada a su camisa.

El sofá dejó de ser suficiente. Él se incorporó, tirando suavemente de ella hacia la habitación. Gala lo siguió sin resistencia, sintiendo que cada paso era una entrega voluntaria a algo que, aunque complicado, seguía siendo suyo.

En el cuarto, las sombras jugaban sobre la pared. Ernesto la miró unos segundos antes de tocarla, como si quisiera grabar la imagen. Y luego, sin apuro pero con firmeza, fue desabotonando su vestido, dejando al descubierto la piel que conocía de memoria.

No hubo palabras largas, solo respiraciones que se mezclaban y gestos que hablaban por sí mismos. Las manos de él exploraban con precisión, encontrando los lugares exactos, como si en todos esos meses de distancia no hubiera olvidado el mapa. Ella, por su parte, lo buscaba con igual urgencia, reconociendo en su cuerpo el lugar seguro y peligroso a la vez que había sido siempre.

El mundo afuera dejó de existir. Lo único real era el calor, el peso, el ritmo que iban encontrando juntos. Gala cerró los ojos y dejó que su mente se quedara solo con las sensaciones: la fuerza de sus brazos, el roce de su barba en el cuello, el sonido contenido de su respiración.

Cuando el movimiento se detuvo, permanecieron juntos, todavía enredados, respirando despacio. Ernesto acarició su espalda, lento, como si quisiera prolongar ese momento indefinidamente.

—Es por esto —dijo él, en un murmullo—. Por esto siempre vuelvo.

Gala no contestó, pero sabía que sentía lo mismo. Era ese hilo invisible, hecho de deseo, memoria y algo que no sabían nombrar, lo que los mantenía unidos. Y aunque supiera que al amanecer volverían las ausencias y los pretextos, en ese instante no había nada más.

Gala no respondió, pero supo que entendía. No hablaba solo del deseo, sino de esa pequeña vida en común que habían construido, las niñas, la casa, los momentos que los unían incluso cuando todo parecía frágil.

Al amanecer, Gala se levantó antes que él y fue a la cocina. Mientras preparaba café, escuchó el sonido de pasos pequeños. Valeria apareció en pijama, con el cabello revuelto.

—¿Dormiste aquí, mamá? —preguntó con voz somnolienta.
—Sí, mi amor.

La abrazó y le sirvió un vaso de leche. Unos minutos después, Camila se unió, arrastrando su manta favorita. El momento se llenó de risas suaves y del golpeteo de cucharitas contra las tazas.

Ernesto entró, aún con la misma camisa de la noche anterior, y las niñas corrieron hacia él. Él las levantó en brazos y, con una sonrisa, dijo:
—Hoy las llevamos al parque, ¿recuerdan?

Las niñas gritaron un “¡sí!” entusiasmado. Gala lo observó mientras las abrazaba, y por un instante, ese hilo invisible entre ellos pareció reforzarse.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.