El ascensor se detuvo en el piso 22 con un leve temblor. Gala salió como si la alfombra le perteneciera, el eco de sus tacones imponiendo ritmo en el pasillo. El contrato de las diez no era un trámite: era la pieza que podía mover el tablero entero a su favor. Y sabía que estaba lista.
Natalia la esperaba en la puerta de la sala.
—Todo está montado. Tres veces revisado.
—Excelente. Hoy no hay margen para errores.
Dentro, los directivos la miraban con la frialdad de quien cree que tiene la última palabra. Gala dejó que hablaran primero, que probaran su resistencia. Luego desplegó su arsenal: cifras, proyecciones, pausas medidas como bisturí. No vendía solo una estrategia, vendía inevitabilidad. Y cuando terminó, el director se inclinó hacia ella con una sonrisa rendida:
—Esto es lo que necesitamos. No buscaremos más.
El día avanzó como una serie de victorias encadenadas: un proveedor doblegándose en diez minutos, un medio cediendo espacios premium gratis, un presupuesto aprobado tras meses de presión. El correo de Ferrer cerró la secuencia:
Felicitaciones por la presentación impecable y el resultado. El liderazgo de tu equipo es un activo para la empresa.
Gala lo leyó dos veces, no por inseguridad, sino porque disfrutaba saborear la confirmación de lo que ya sabía. Ese día, el poder se sentía suyo en la piel.
Al caer la tarde, la ciudad ardía en tonos naranjas y violetas. Se detuvo en una tienda y eligió un vino costoso, uno que parecía hecho para sellar momentos que importan. Lo guardó en la bolsa como si fuera un trofeo invisible.
En casa, la escena de siempre: Ernesto en el sofá, laptop abierta, celular a un lado. Ni un gesto especial, solo un “hola” rápido.
—Hoy cerramos el contrato grande. Fue enorme.
—Ajá. ¿Pagaste la luz?
—Sí.
—Perfecto. Tengo que terminar esto.
Ella asintió, sin esperar más. No había decepción. No había vacío. Solo constatación. Lo que había construido en la oficina no necesitaba ser traducido en casa. Ese era otro mundo, con otras reglas, y ella lo dominaba igual: silencio, orden, apariencia.
En la cocina descorchó la botella y llenó una copa. El vino corrió oscuro, espeso, como un secreto guardado. Dio un sorbo largo y dejó que la victoria quedara solo en su cuerpo. Pensó en cómo había controlado la sala, en cómo cada cifra cayó en el momento preciso, en cómo todo el día se había doblado a su voluntad.
El teléfono en su mano titiló. Abrió una ventana de mensaje, escribió:
Hoy fue uno de los mejores días de mi carrera.
Lo borró. Otra vez escribió:
No necesito que lo sepas. Basta con que yo lo sepa.
También lo borró.
Apagó la pantalla. Sirvió otra copa. En su mente, se dibujaba clara la frontera: el mundo del poder que era solo suyo, y el de la casa, donde jugaba otro papel. Ambos le pertenecían, ambos estaban bajo control. Y en ese doble territorio, Gala sabía que podía moverse con libertad.
Ese día no se trataba de reconocimiento. Se trataba de posesión. Y lo poseía todo: lo visible y lo invisible, lo dicho y lo callado.