La cafetería estaba casi vacía, un lunes a media tarde en el que la ciudad parecía cansada de sí misma. Gala había elegido el lugar no por casualidad: el mármol gris de las mesas, los ventanales altos que dejaban entrar una luz limpia y un murmullo apenas perceptible de música de fondo. Era un escenario perfecto para hablar de negocios sin interrupciones, pero también, si se daba la ocasión, para conversaciones más pesadas que ninguna acta podía registrar.
Mariana llegó con retraso. Llevaba un blazer claro que contrastaba con el gesto cansado de sus ojos. Había algo en su caminar que no era el de siempre: menos control, más peso. Se disculpó apenas con un gesto de la mano y se sentó frente a Gala.
—Perdón la demora, tráfico infernal. —Su voz tenía ese filo que intenta sonar ejecutivo, pero arrastra cansancio.
—No te preocupes —respondió Gala con una media sonrisa—. Yo pedí un par de cafés. Seguro nos hará falta.
Se acomodaron en silencio unos segundos. Gala abrió la carpeta con documentos, apuntes, gráficas. Todo listo para discutir el proyecto conjunto que, al menos en papel, era el motivo del encuentro.
—Entonces… —empezó Gala, con tono neutral—, revisé tu propuesta para la campaña. Hay ángulos interesantes, aunque creo que podemos jugar con algo más arriesgado.
Mariana asintió, hojeando sin demasiada atención.
—Sí, supongo… Podemos ajustar… —dijo, y se detuvo a mirar por la ventana, como si algo allá afuera reclamara su mente.
Gala la observó con paciencia. Estaba acostumbrada a leer a las personas como si fueran informes financieros: detectar dónde estaban las cifras infladas, dónde las omisiones, dónde la vulnerabilidad. Mariana tenía los labios apretados, los dedos inquietos, y un aire de quien sostiene una fachada con alfileres.
—¿Todo bien? —preguntó Gala, sin suavizar demasiado la voz.
Mariana giró hacia ella, sonrió con un gesto rápido y falso.
—Sí, claro. Solo… un poco cansada.
El silencio se estiró. Gala lo dejó correr. Aprendió hacía tiempo que a veces lo más productivo era no hablar. Y, efectivamente, Mariana cedió primero.
—En realidad —dijo bajando la vista—, estoy… en un punto raro.
—¿Raro cómo? —inquirió Gala, apoyando la barbilla en la mano, como si siguiera en un tablero de estrategia.
Mariana soltó una risa breve, rota.
—¿Sabes lo irónico? Quedamos aquí para hablar de negocios y al final… lo único que me sale es hablar de lo que se supone que nunca debería salir de las paredes de mi casa.
Gala no cambió el gesto, pero sintió el giro de la conversación con la familiaridad de quien ya ha estado en ese terreno.
—Entonces hablemos de eso. Al fin y al cabo, todo lo personal termina siendo negocio.
Mariana la miró con algo entre sorpresa y alivio. Respiró hondo.
—Adrián… —empezó, y la sola mención del nombre cargó la mesa de una electricidad invisible—. No sé cómo explicarlo. No es un mal esposo, no lo es. Es atento en lo básico, no falta nada, no hay golpes, no hay gritos. Y sin embargo… todo lo que toca termina girando hacia él.
Gala no respondió de inmediato. Solo la observó.
—Es como si el aire mismo tuviera que obedecerle —continuó Mariana—. Dice que me admira, que respeta lo que hago, pero siempre hay una forma sutil de desacreditarlo. Como si mis logros fueran pequeños comparados con los suyos. Como si yo debiera estar agradecida de tenerlo, ¿sabes?
Gala asintió despacio, sin romper la compostura.
—¿Y lo estás? —preguntó con un tono casi quirúrgico.
—Eso es lo peor. Sí… y no. Estoy agradecida porque es brillante, porque sabe moverse en el mundo. Pero al mismo tiempo… me ahoga. Siempre primero él, su agenda, su ego, su manera de ver las cosas. Si me quejo, soy “dramática”. Si quiero espacio, soy “ingrata”. Todo está diseñado para que parezca que soy yo la que exagera.
Mariana bebió un sorbo de café, pero sus manos temblaron apenas.
—Es posesivo, Gala. Pero no de esa forma vulgar que se ve en las películas. No es celoso con mis amigos ni con mis rutinas. Es… otra clase de posesión. Una que te hace sentir que tu identidad solo tiene sentido en tanto esté alineada con la de él. Y cuando no lo está, te destruye con un silencio que vale más que cualquier insulto.
Gala la escuchaba con un interés que no era del todo empático, sino analítico. Como quien descubre en el relato ajeno la radiografía de sí misma.
—Lo describes como un arquitecto de espejos —dijo finalmente—. Te devuelve siempre una imagen en la que él es el centro.
Mariana se rió con amargura.
—Exacto. Y el peor error sería romper esos espejos, porque entonces todo lo que has construido alrededor de esa imagen se viene abajo. Y todos afuera creen que somos perfectos. Que somos… inquebrantables.
Gala se reclinó en la silla, cruzando las piernas.
—El mármol siempre tiene grietas. Solo que no todos saben dónde mirar.
La frase cayó entre ambas como un secreto compartido. Mariana la miró con intensidad, los ojos húmedos.
—A veces pienso que me casé con un hombre que se casó consigo mismo. Y yo solo fui la espectadora necesaria para su obra.
Gala sintió una punzada extraña. No compasión, sino reconocimiento. Como si en ese instante pudiera ver en Mariana no a una amiga, no a una socia, sino a un reflejo. Un reflejo que brillaba en las mismas ambiciones, en la misma lucha silenciosa por existir con nombre propio.
Hubo un segundo —un respiro sostenido— en el que Gala pensó: Se parece tanto a mí que podría besarle las ambiciones.
Y en ese pensamiento, elegante y peligroso, entendió que la conversación había dejado de ser un desahogo para convertirse en un pacto invisible: las dos sabían que, bajo la superficie pulida, el mármol cruje.