El café humeaba en la mesa de madera clara, acompañado de croissants recién salidos del horno y un par de jugos servidos en vasos demasiado pequeños para la sed que traían. Era sábado, la hora en que la ciudad todavía bostezaba, pero Sara ya estaba en modo conversación rápida y chispeante, con esa energía que convertía un desayuno en una especie de interrogatorio disfrazado de juego.
—Yo digo que el poder se parece más al café que al amor —anunció apenas probando el suyo—. Amargo, adictivo y con resaca si te pasas.
Ileana rodó los ojos con elegancia, como quien escucha una ocurrencia menor.
—Qué poética te pones para justificar que lo único que quieres es control.
—¿Y tú no? —replicó Sara.
Gala se quedó en silencio, mordiendo un trozo de pan con mantequilla. Observaba cómo la luz entraba a través de la ventana y bañaba la mesa, como si todo estuviera dispuesto para una fotografía de revista. Pero bajo ese escenario de calma, su mente hervía. La palabra poder era como una chispa que no dejaba de repetirse.
—Yo prefiero el amor, obvio —dijo Ileana—. Pero no cualquier amor. Uno que te mantenga en tu lugar, que te dé estabilidad. El poder lo busco en otras formas, no en la pareja.
Sara se rió.
—Típico. Quieres que te sostengan mientras sostienes el mundo.
—¿Y tú no? —disparó Ileana.
Gala sonrió levemente. No intervenía, pero cada frase la atravesaba. Porque, en el fondo, ¿qué era lo que buscaba ella? ¿Amor que la contuviera? ¿Poder que la definiera? ¿O esa combinación envenenada de ambos, donde lo que la encendía era el riesgo de perderlo todo mientras conquistaba más?
—El problema es que todos decimos querer amor —intervino por fin, con voz serena—, pero lo que realmente queremos es validación. Que alguien, aunque sea una sola persona, confirme que lo que hacemos vale la pena.
Sara chasqueó la lengua.
—Eso es poder disfrazado, amiga.
Ileana la miró con curiosidad.
—¿Y tú, Gala? ¿De cuál lado estás?
Ella no respondió de inmediato. Tomó un sorbo lento de café. La amargura le recorrió la lengua, como si la palabra misma se hubiera vuelto líquida.
—Yo creo que el poder y el amor son dos espejos enfrentados. Si miras demasiado en uno, terminas perdiéndote en el reflejo infinito del otro.
Sara la aplaudió teatralmente.
—Eso suena a frase de novela.
Gala sonrió, pero detrás de esa sonrisa había otra cosa. Una pulsión secreta, un anhelo imposible de nombrar. En su mente, la conversación se enredaba con escenas que no compartía: la mirada de Adrián en aquella reunión, el pacto silencioso de “seríamos imparables”, la adrenalina de sentir que nadie lo sabía.
No era amor. No todavía. Tampoco era poder puro. Era una mezcla confusa que se le escurría entre los dedos, como si llevara un hilo invisible amarrado al pecho, tirando hacia algo que aún no definía.
El desayuno siguió su curso con anécdotas más triviales. Ileana se quejaba del servicio en un hotel al que había ido recientemente —“ya nada es como antes, ni siquiera pagando más”—, mientras Sara hacía reír a todos con imitaciones de sus colegas. Gala reía también, pero solo con la mitad de su atención. La otra mitad estaba en otra parte, en un espacio donde los temas del desayuno no bastaban.
Cada vez que Sara lanzaba una provocación —“¿Quién de ustedes perdonaría una infidelidad si la balanza del poder estuviera de su lado?”—, Gala sentía un zumbido interno. No respondía con sinceridad, pero la pregunta se le quedaba pegada como una astilla.
—Yo no lo perdonaría jamás —respondió Ileana, con convicción.
—Yo sí —admitió Sara, encogiéndose de hombros—. Pero solo si me convenía.
Gala se limitó a morder otro trozo de croissant.
Al despedirse, Ileana revisó su reloj con prisa y Sara habló de otra reunión que tenía más tarde. Gala, en cambio, se quedó un momento más en la mesa, recogiendo sus cosas con calma. El aroma del café seguía impregnado, como si fuera un recordatorio de lo que habían discutido.
Al salir, el sol le pegó directo en la cara. Caminó hacia su coche con paso firme, pero dentro de sí había algo tambaleante. No sabía si era deseo, ambición o miedo, pero lo sentía como un hilo secreto que no quería cortar.
En su teléfono, al abrir el chat, escribió sin pensarlo demasiado:
A veces pienso que lo que quiero no es amor ni poder, sino alguien que entienda cómo se mezclan los dos.
Lo dejó ahí, con el cursor parpadeando. Luego lo borró.
El hilo seguía intacto. Invisible. Y Gala sabía que, tarde o temprano, alguien más terminaría tirando de él.