El filo dorado de tus sueños

Semillas invisibles

La terraza estaba iluminada con luces cálidas, guirnaldas que colgaban entre las macetas y daban al espacio un aire de celebración improvisada. Había música de fondo, conversaciones cruzadas y vasos de vino tintineando, pero Gala sentía que todo eso ocurría a cierta distancia de ella, como si estuviera envuelta en una burbuja transparente.

Esa noche no había buscado nada en particular. Había aceptado la invitación porque Sara había insistido en que “no se podía faltar” y porque, de algún modo, había aprendido que en esas reuniones lo más interesante solía suceder fuera de la mesa principal.

Mariana estaba demasiado ocupada contando por enésima vez las bondades de su último proyecto, Ileana criticaba la decoración del lugar con ese humor clasista que todos toleraban porque ya era parte de su personaje, y Sara estaba en lo suyo, intercalando comentarios punzantes que hacían reír a unos y sonrojar a otros.

Gala sonreía, participaba lo justo, pero la atención real de su cuerpo estaba en otra parte. A su izquierda, a pocos metros, estaba Adrián. Hablaba con dos colegas, un vaso en la mano, los gestos contenidos. Nada en su postura decía que pensaba en ella, y sin embargo Gala lo sabía. Lo intuía en la rigidez de su hombro, en la forma en que no giraba la cabeza hacia donde ella estaba, como si evitar la mirada fuera ya una forma de confirmarla.

La oportunidad llegó más pronto de lo que esperaba.
Sara, en su rol de anfitriona improvisada, anunció que faltaba hielo y pidió ayuda. Los demás fingieron estar demasiado cómodos para levantarse, y Adrián fue quien, con gesto resignado, aceptó encargarse. Gala se levantó también, con una excusa breve:
—Voy contigo, necesito aire.

Nadie lo notó. O si lo notaron, nadie dijo nada.

El pasillo hacia la cocina estaba medio oscuro, iluminado solo por una lámpara lejana. Gala caminaba un paso adelante, consciente de sus propios movimientos. Adrián iba detrás, y ese simple detalle —él siguiéndola, ella guiando— ya contenía una carga invisible.

La cocina estaba en silencio, el zumbido del refrigerador llenaba el espacio. Gala abrió la puerta del congelador y el aire frío le rozó los dedos. Adrián se apoyó contra la barra, observándola. Ninguno habló al principio.

—¿Siempre te ofreces de voluntaria para estas cosas? —dijo él al fin, en tono bajo.

—No siempre. Solo cuando me conviene —respondió, sacando la bolsa de hielo.

El crujido del plástico al romperse llenó la pausa. Gala volcó los cubos en un bowl, pero en realidad alargaba el gesto para no mirarlo demasiado pronto.

Cuando lo hizo, se encontró con su mirada fija. Directa. No había sonrisas ni coqueteo explícito, solo una tensión desnuda, como si ambos estuvieran probando cuánto podían sostener el silencio sin que se derrumbara todo.

—¿Y qué te conviene ahora? —preguntó él, sin apartar los ojos.

Gala dejó el bowl en la barra, despacio.
—Respirar. Alejarme un poco de tanto ruido.

Adrián asintió, como si esa respuesta le perteneciera también.
—A mí también.

Se quedaron así, frente a frente, con el eco de la música apenas filtrándose desde la terraza. No se acercaron, no hubo contacto físico, pero el aire estaba cargado, pesado como una tormenta que se forma en el horizonte.

Gala pensó en lo fácil que sería dar un paso más, decir algo que cruzara la línea. Y, sin embargo, lo que la mantenía inmóvil no era la culpa, sino la certeza de que ese momento era solo una semilla. Demasiado pronto para romper el suelo, demasiado potente para no crecer.

—Deberíamos volver —dijo al fin, con una calma que desmentía el temblor de sus manos.

Adrián tomó el bowl de hielo y asintió.
—Sí. No queremos que sospechen de nosotros.

La última palabra quedó flotando. Nosotros. Un pronombre inocente, pero que en su boca sonaba a confesión.

Regresaron a la terraza. Sara hizo un chiste sobre lo “lentos que habían sido para buscar hielo”, Ileana se quejó del vino que se estaba calentando, Mariana siguió con su discurso. Nadie prestó demasiada atención, pero Gala sintió que el aire era distinto, como si al salir de la cocina hubieran traído consigo algo invisible que se coló en la mesa.

Cada vez que Adrián levantaba la copa, cada vez que ella hablaba en plural, la chispa estaba ahí. No hacía falta más.

Al final de la noche, cuando todos se despedían, Sara los abrazó uno por uno y lanzó otra de sus preguntas improvisadas:
—A ver, última del día: ¿con quién de aquí podrían quedarse encerrados en un elevador sin volverse locos?

Las risas se mezclaron con respuestas rápidas. Ileana dijo “con nadie, obvio, yo llamaría al servicio de inmediato”. Mariana bromeó con quedarse sola porque “la gente cansa”. Ernesto, que había llegado tarde y bebido demasiado, dijo “con quien me traiga más botellas”.

Gala no respondió. Adrián tampoco. Pero ambos sabían la respuesta.

Ya en su casa, Gala dejó los tacones en la entrada y se recostó en el sofá con el teléfono en la mano. Abrió el chat de Adrián. Escribió:

A veces pienso que ese elevador ya existe, y que estamos adentro.

Lo miró unos segundos, luego lo borró.

Adrián, al mismo tiempo, escribía en su propio teléfono:

Fue demasiado obvio hoy. ¿Crees que alguien lo notó?

También lo borró.

El cursor parpadeaba en la pantalla. Ninguno de los dos envió nada. Pero la semilla ya estaba ahí, enterrada en un silencio compartido, esperando el momento justo para romper la superficie.




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