La noche tenía un silencio particular, de esos que no se llenan con televisión ni con música de fondo. Ernesto ya dormía, las niñas también, y Gala se quedó en la sala con el teléfono en la mano. Decía que estaba revisando correos, que tenía trabajo pendiente, pero en realidad esperaba que ocurriera lo mismo que las últimas noches: el ritual invisible, la danza de los mensajes que nacían y morían antes de llegar al otro lado.
Abrió el chat de Adrián. El cursor parpadeaba en blanco, una presencia casi hipnótica. Escribió:
¿Tú también sentiste que la cocina estaba demasiado cargada esa noche?
Lo leyó tres veces, con el corazón acelerado.
Y luego lo borró.
Respiró hondo, cerró el chat. A los segundos, volvió a abrirlo. El círculo verde, esa notificación de “en línea”, se encendió. Adrián estaba despierto también.
En otro lado de la ciudad, Adrián estaba en su estudio, con la luz baja y una copa de whisky medio vacía. No podía dormir desde que el recuerdo del pasillo oscuro y la mirada fija de Gala se le había incrustado en la memoria como un tatuaje. Abrió el chat. Escribió:
Si alguien hubiera entrado en la cocina en ese momento, ¿qué habrían visto?
Leyó. Se rió en seco, nervioso. Lo borró.
El cursor volvió a quedar en blanco.
Así pasaron varios minutos: un “escribiendo…” que aparecía y desaparecía, como un vaivén entre dos costas que nunca terminaban de encontrarse. Gala apoyaba la frente en la palma de su mano, riéndose de sí misma, pero incapaz de detenerse. Adrián daba sorbos al whisky, cada vez más ansioso, como si beber fuera la única manera de aguantar la espera.
Hasta que él se atrevió a dejar algo escrito:
Qué curioso que ninguno se apresurara a regresar con el hielo.
No lo envió. Lo borró.
Gala lo vio: el aviso de “Adrián está escribiendo…” y luego nada. Una ausencia que decía más que cualquier frase.
Escribió ella:
Alguien podría pensar que nos gusta escondernos.
Otra pausa. Borrado.
Era un juego perverso: escribir, borrar, dejar la huella de la intención sin la carga del acto. Era un pacto tácito de que sí, ambos estaban ahí, al borde de decir lo indecible, pero todavía sostenidos por el artificio del silencio.
En el chat grupal, Sara había mandado un meme absurdo sobre la reunión pasada: una caricatura de un bloque de hielo con cara triste. Gala reaccionó con un emoji de copa de vino. Adrián con otro igual. Y aunque nadie más lo notó, para ellos fue un guiño compartido. Una firma en clave.
La pantalla de Gala brillaba en la oscuridad. Pensó en escribir algo directo, corto, imposible de malinterpretar. Tecleó:
No dejo de pensarlo.
La frase quedó flotando, brutal en su sencillez. ¿Qué era “eso”? ¿La cocina? ¿La mirada? ¿El hielo? ¿Ellos?
Lo borró.
Al otro lado, Adrián había escrito casi lo mismo:
Yo también sigo pensando en lo mismo.
También lo borró.
El vacío del chat se convirtió en un espejo. Dos frases idénticas, no enviadas, arrojadas al mismo pozo.
La madrugada avanzó. Gala dejó el teléfono boca abajo, pero a los minutos lo tomó de nuevo, como si temiera perder una señal. Revisó: no había nada nuevo, pero el cosquilleo en el pecho seguía ahí.
Antes de cerrar los ojos, escribió en sus notas privadas:
¿Qué es peor, decirlo o no decirlo?
Lo guardó como un secreto.
En la oficina, Gala entró con paso firme, como si no hubiera pasado la noche entera jugando con un fantasma. Su agenda estaba llena: presentaciones, juntas, llamadas. Lo hizo todo con precisión quirúrgica. Pero debajo de la superficie, la memoria del chat vibraba.
En la pausa del café, revisó el teléfono. Había un nuevo mensaje en el grupo de amigos: Sara preguntando por la siguiente reunión. Adrián contestó rápido: “Yo puedo cualquier día, menos jueves.”
Un detalle mínimo, pero Gala leyó otra cosa en esas palabras. No sabía qué, pero lo sintió dirigido a ella.
Al final de la jornada, sola en el auto, volvió a abrir el chat privado. Escribió:
Cuando dijiste ‘nosotros’, ¿fue un error o un reflejo?
El mensaje quedó en pantalla. Su pulgar dudó sobre el botón de enviar.
Borró.
Adrián, esa misma tarde, había escrito en su borrador:
Me cuesta no mirarte cuando estamos en el mismo lugar.
Tampoco lo envió.
Las noches siguientes siguieron el mismo patrón. Uno escribía algo, lo borraba. El otro respondía sin que hubiera mensaje. El tiempo entre ambos se llenaba de frases fantasma, de confesiones que solo existían por segundos en la pantalla.
Era más íntimo que un beso. Porque un beso podía explicarse con alcohol, con un impulso. Pero esa complicidad invisible, esa sincronía de pensamientos no dichos, era imposible de negar.
Gala empezó a notarlo en los pequeños detalles: cómo revisaba el teléfono con demasiada frecuencia, cómo se quedaba despierta más de lo necesario. Adrián, por su parte, lo sentía en el cuerpo: la tensión en la mandíbula, el latido rápido cuando el chat se iluminaba con un “escribiendo…”.
No había palabras enviadas, pero había todo un universo de palabras borradas que pesaban más que cualquier conversación real.
Una noche, más tarde que nunca, Adrián escribió algo distinto. Lo dejó unos segundos en pantalla.
A veces siento que lo que no decimos ya cuenta como si lo hubiéramos dicho.
Gala lo vio. Alcanzó a leerlo antes de que desapareciera.
El impacto fue inmediato. Era lo más cercano a una confesión que había visto salir de ese chat. Se quedó mirando la pantalla en negro, con el reflejo de su propio rostro.
No respondió. Ni siquiera escribió para borrar.
Pero en su cabeza, repitió la frase como un mantra: “Lo que no decimos ya cuenta como si lo hubiéramos dicho.”
Y en ese silencio compartido, ambos supieron que el límite se había movido un paso más.