El filo dorado de tus sueños

Mesa despejada

La mesa estaba más despejada de lo usual. Faltaban dos sillas, las de Mariana y Ernesto, y eso le daba al aire un respiro distinto. Sin ellos, la conversación parecía menos densa, menos controlada. Sara lo notó apenas llegó.

—Hoy sí vamos a poder hablar de verdad —dijo, dejando su bolsa sobre el respaldo—. Sin que nadie nos sermonee sobre productividad ni feminismo de manual.

Todos rieron.

Gala se sirvió un poco de vino blanco y dejó que la frescura del primer sorbo le aligerara el gesto. Observó cómo Adrián llegaba unos minutos tarde, con esa sonrisa a medias que sabía manejar: no era excusa, era permiso.

Se sentó al otro lado de la mesa, diagonal a ella. Lo suficiente para que el cruce de miradas fuera posible sin llamar demasiado la atención.

Ileana, como siempre, arrancó el show.

—¿Vieron el vestido que subió Claudia a Instagram? ¿Alguien le puede avisar que las lentejuelas no son apropiadas para un bautizo?

Sara se echó a reír, exagerada. Natalia, con tono ácido, añadió:

—Yo pensé que era un disfraz de carnaval.

Las carcajadas fueron generales. Gala sonrió, pero no opinó. Adrián sí.

—Ustedes critican, pero apuesto que si alguien se los ofreciera gratis, se lo pondrían encantadas —dijo, levantando la ceja.

Ileana lo miró con falsa indignación.
—¿Gratis? Amor, yo no me pongo nada que no cueste más que el alquiler de un mes.

El golpe fue directo al ego de todas, y la mesa explotó de risa. Gala lo observó con cuidado: ese mismo ingenio que podía desarmar en segundos a cualquiera era el mismo que ella sentía como un espejo.

Imparable, pensó.

Cuando las copas ya estaban llenas por segunda vez, Sara lanzó su clásico juego de preguntas.

—Ok, confesiones rápidas: ¿qué es peor, casarse con alguien que te reste o estar sola y que todos piensen que estás incompleta?

Natalia levantó la mano primero.
—Yo prefiero sola. A estas alturas, prefiero que me falte un hombre y no que me sobre.

Ileana chasqueó la lengua.
—Ay, pero sola tampoco. O sea, qué aburrido. Necesitas mínimo alguien que pague los viajes.

Gala se limitó a dar un trago largo. Sara la miró con picardía.
—¿Y tú, Gala?

Ella sonrió, controlada.
—Nunca dejo que me resten.

La respuesta fue simple, pero Adrián la sostuvo con la mirada un segundo más. Ese cruce breve fue suficiente para que ambos supieran que la frase tenía dos capas.

Más tarde, Natalia sacó el tema de negocios.
—¿Han visto cómo Ferrer está moviendo piezas? Está cazando a los que traen hambre de verdad.

Adrián rió por lo bajo.
—Eso hace siempre. Le gusta rodearse de gente que sabe que podría destronarlo.

—Como tú —dijo Sara, medio en broma, medio en serio.

El silencio se quebró con las risas, pero la frase quedó flotando. Gala no pudo evitar pensar en lo cierto que era. Adrián, con esa ambición tranquila, era el tipo de hombre que convertía cualquier espacio en escenario.

Ella bebió otro sorbo. Imparables. La palabra volvió a latirle en la cabeza.

Ileana cambió de tema para seguir con su humor filoso.
—¿Vieron a Rodrigo en la fiesta de la semana pasada? Diciendo que iba a abrir una start-up. Start-up mis pestañas, apenas puede pagar la renta de la oficina.

—Es un hobby caro —agregó Sara—. Algunos coleccionan relojes, él colecciona quiebras.

Las carcajadas se multiplicaron. La conversación se volvió una cadena de anécdotas, críticas disfrazadas de chistes, confesiones a medias. El grupo se sostenía sobre ese equilibrio extraño: amistad y crueldad compartida.

Gala participaba lo justo, nunca demasiado. Pero cada vez que Adrián lanzaba un comentario, sentía que era dirigido a ella. Era como si la mesa completa fuera una fachada y, debajo, hubiera un diálogo paralelo solo entre los dos.

En medio de la conversación, Gala sacó el teléfono para revisar la hora. El grupo de WhatsApp seguía activo: fotos, comentarios, memes sobre lo que acababan de decir. Sara había mandado una captura ridícula de Rodrigo.

Gala reaccionó con un emoji cualquiera.

Pero, casi al instante, Adrián escribió en el grupo:
—Al menos no le falta confianza.

Un comentario inocente para todos. Para ella, era un espejo exacto de lo que habían hablado en privado días atrás: “Lo pienso demasiado.”

El eco era inconfundible.

Gala dejó el teléfono sobre la mesa, pero sus dedos temblaban ligeramente.

La reunión se alargó hasta pasada la medianoche. Entre risas, copas y más críticas, todo parecía una velada ligera. Pero en el fondo, Gala sentía que había sido otra cosa: una cita disfrazada, una confirmación silenciosa de lo que ya sabían.

Al despedirse, no hubo nada fuera de lugar: abrazos rápidos, comentarios triviales, promesas de verse pronto. Pero en el pasillo, mientras se ajustaba el abrigo, Gala levantó la vista.

Adrián también miraba. Fue un cruce de apenas un segundo, sin palabras, sin gestos.

Un segundo en el que todo estuvo dicho.

Esa noche, de nuevo en su casa, Gala abrió el chat privado. Tecleó:

La mesa estaba distinta sin ellos.

Lo dejó un instante. Lo borró.

Minutos después, apareció: Adrián está escribiendo…
No llegó nada.

Gala sonrió, sola en la oscuridad. El ritual seguía vivo. Y cada vez pedía más.




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