El filo dorado de tus sueños

El brillo y la gravedad

El día había sido una coreografía impecable. Desde la primera reunión, Gala había sentido cómo todo fluía con la precisión de un mecanismo bien aceitado. Su equipo la seguía con devoción, los clientes con admiración, y hasta los rivales con una mezcla de respeto y cautela. No era solo el contrato internacional lo que había conquistado esa semana: era la certeza de haber pasado de promesa a figura.

Caminaba por la oficina con un halo distinto, como si su sombra hubiera crecido unos centímetros. Cada palabra suya tenía peso, cada gesto se replicaba en otros. Era esa clase de liderazgo que no se enseña, se impone.

Al caer la tarde, entre correos de felicitación y mensajes corporativos, uno resaltó con la calidez que no daba ningún cliente:

Cena en mi casa, hoy. Nada de excusas. Esta victoria se celebra.
—Sara.

Gala sonrió. El cansancio la tentaba a declinar, pero el eco de sus logros reclamaba una ovación. El éxito necesita testigos, se dijo. Y aceptó.

La casa de Sara era un escenario deliberado. Luz cálida, copas listas, velas que parecían haber sido encendidas con intención más que con fuego. La anfitriona era maestra en el arte de que todos se sintieran en medio de un ritual de élite.

—¡Aquí está la mujer del día! —exclamó, teatral, cuando Gala entró. La rodeó con un abrazo largo, cargado de vino anticipado y orgullo genuino—. Hoy no se habla de nadie más que de ti.

—Entonces será una noche aburridísima —respondió Gala, con esa sonrisa calculada que tanto intrigaba a todos.

Faltaban dos sillas notorias: la de Ernesto, con su excusa de “reunión imposible de mover”; y la de Ileana, que se había ido de viaje. Pero Mariana sí estaba allí, con un vestido rojo que parecía gritar seguridad aunque sus ojos contaban otra historia.

El vino comenzó a fluir como si la botella hubiera estado esperando ese momento. Gala aceptó la primera copa con elegancia, pero pronto el calor del triunfo la llevó a aceptar la segunda, y luego la tercera. Cada sorbo la hacía más ligera, más expansiva, como si el aire le perteneciera.

Sara no perdió la oportunidad de coronarla.
—Miren nada más. Si hubiera elecciones mañana, yo voto por Gala.

Natalia, con su ironía punzante, agregó:
—Yo también, pero con tal de que me contrate en su gabinete.

Las risas explotaron. Gala alzó su copa con gesto de reina coronada. Ese era su terreno: una mezcla de poder y seducción que se derramaba sin esfuerzo.

Desde su asiento, dos lugares más allá, Adrián no dejaba de mirarla. Al principio eran destellos, miradas breves. Luego, conforme las copas se multiplicaban, era evidente: todo su cuerpo gravitaba hacia ella.

No importaba de qué tema hablara Sara, o qué anécdota mordaz contara Natalia; la atención de Adrián parecía atravesar la mesa como un imán secreto. Gala lo percibía en la piel, en la nuca, en la risa que se le escapaba más fuerte cuando era ella quien hablaba.

Imparables, pensó. La palabra vibraba como un eco dentro de su copa.

El vino también soltó la lengua de Mariana. En un momento, su voz quebró la atmósfera festiva.

—La gente cree que lo tenemos todo resuelto. Pero a veces pienso que en casa soy apenas la asistente de Adrián.

El silencio fue inmediato, incómodo. Sara intentó disimular con un chiste, Natalia fingió interés en la vela más cercana. Adrián sonrió con elegancia diplomática, como quien desvía una bala.

Pero Gala no desvió nada. Guardó esas palabras como quien guarda un diamante en bruto. Las entendía demasiado bien: la posesión, el control, la sensación de ser secundaria en un espacio que debía ser compartido.

Se parece tanto a mí, pensó. Y en ese instante, la idea de besarle las ambiciones a Adrián dejó de ser un delirio y se convirtió en una posibilidad latente.

La cena avanzó en una corriente de anécdotas y risas. Sara, incansable, provocaba; Natalia, filosa, disparaba; y Gala, en modo estelar, dominaba. Relató la negociación como si fuera un duelo, describió los obstáculos como montañas conquistadas, y cada palabra suya era seguida con fascinación.

Adrián no intervenía tanto como solía, pero cada vez que lo hacía era para reforzarla. Era como si fueran socios en una misma campaña, aunque nadie más pudiera verlo.

Sara, con una carcajada, susurró cerca de Gala:
—No sé cómo lo haces, pero hoy nadie te quita el foco.

Ella sonrió. Porque el foco soy yo, pensó.

Las horas se alargaron. El vino seguía fluyendo. El aire se volvió denso, perfumado de complicidad.

En un momento, mientras se levantaban para brindar una vez más, Adrián pasó demasiado cerca de Gala. Su brazo rozó apenas el suyo. El contacto fue mínimo, pero la electricidad recorrió a ambos. Nadie más lo notó.

Fue un roce invisible. Pero no olvidable.

La velada terminó pasada la medianoche. Sara exigió fotos grupales, Natalia se quejó de la hora, Mariana se despidió con un abrazo frío.

En el pasillo, mientras Gala ajustaba su abrigo, levantó la mirada. Adrián también. Fue un cruce de un segundo, sin palabras, sin gestos, cargado de todo lo no dicho.

Un segundo en el que la línea entre lo permitido y lo inevitable se volvió apenas un suspiro.

De vuelta en casa, con las niñas dormidas y la botella medio vacía en la cocina, Gala revisó los mensajes del grupo: fotos, bromas, recuerdos de la noche.

Pero su dedo no buscaba ahí. Abrió el chat privado de Adrián. Tecleó:

Hoy entendí por qué algunos planetas tienen su propia gravedad.

El mensaje parpadeó en pantalla. Gala lo observó un instante. Lo borró.

Minutos después, el aviso: Adrián está escribiendo…

El corazón le latió como si fuera un tambor.
Finalmente, apareció:

Algunos planetas se atraen aunque no deban.

Gala cerró los ojos. El hielo estaba roto. La gravedad ya no era metáfora. Era destino.




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