El mensaje seguía ahí aunque no estuviera. Gala lo había borrado, pero el eco permanecía. Algunos planetas se atraen aunque no deban. No necesitaba releerlo, la frase se repetía sola, en bucles, como si el aire se encargara de recordárselo cada vez que respiraba.
Despertó el lunes con esa idea tatuada en el cuerpo. El sol se filtraba entre las cortinas y ella se sintió distinta, más liviana y a la vez cargada de electricidad. El café sabía mejor, la ropa caía distinta, los pasos tenían un ritmo secreto.
No respondió. No movió nada. El silencio era su arma, pero también su espacio de libertad. El mensaje estaba ahí, flotando entre ellos, suspendido como un pacto invisible.
El inicio de semana fue una sucesión de reuniones y pendientes. Gala llevaba todo bajo control, como siempre, pero algo nuevo se había instalado en ella. Un fuego discreto que la hacía más aguda, más rápida, más encantadora.
Mientras presentaba una propuesta a un cliente complicado, pensó fugazmente: Si Adrián estuviera aquí, estaría orgulloso. Esa idea la excitó más que el contrato mismo.
Por la tarde, al salir de la oficina, se detuvo frente a un espejo de escaparate. Se vio: impecable, segura, atractiva. Pero lo que brillaba en sus ojos era otra cosa. Un secreto que nadie más podía leer.
Esa noche, al acostarse junto a Ernesto, repasó mentalmente la frase. No dijo nada. No necesitaba hacerlo.
La jornada empezó temprano, con las niñas desayunando entre risas y quejas. Gala se movía con la eficiencia de siempre, pero por dentro su cabeza era un laboratorio.
¿Era mala por desear?
¿Era peligrosa por admitirlo?
Las respuestas no llegaban, pero tampoco las necesitaba. Se descubrió repitiéndose: desear no es traicionar, es existir.
En la oficina, un colega intentó cuestionar una decisión suya. Gala respondió con elegancia y firmeza, derribando su argumento en segundos. Se sintió invencible. Y en ese instante, sin querer, pensó en Adrián. En cómo le gustaría que la viera en ese modo de combate, en cómo habría disfrutado esa demostración de poder.
Esa noche, con una copa de vino, se preguntó: ¿Por qué tendría que negármelo? ¿Qué clase de justicia es reprimir lo que me hace sentir viva?
No escribió nada. El chat seguía vacío.
El miércoles fue más ligero. Gala cerró un par de acuerdos menores, almorzó con Natalia, y rió más de lo que esperaba. Pero entre frase y frase, entre sorbo de café y mirada perdida, se le aparecían imágenes como flashes:
Un café con Adrián, los dos hablando de negocios como excusa.
El roce de una mano al pasarle un documento.
Un silencio cargado, una respiración demasiado cerca.
El cuerpo reaccionaba antes que la mente. Sentía un calor discreto bajo la piel, como si cada poro recordara que estaba siendo deseada.
Por la tarde, frente a la computadora, escribió un correo banal y se detuvo en el teclado. No era el correo lo que quería escribir. Era otra cosa. Un mensaje. Una frase. Una confesión.
Lo borró. Como siempre.
Esa noche, antes de dormir, se miró al espejo. Se sintió poderosa, magnética, dueña de algo que nadie podía arrebatarle: el secreto de ser deseada y de desear.
El jueves escuchó, casi por azar, una conversación en el pasillo de la oficina. Dos compañeras comentaban sobre una colega que se había separado tras descubrirse un romance clandestino. “Qué horror, qué vergüenza”, decían.
Gala pasó junto a ellas con su paso firme, sin detenerse. Pero por dentro, una voz le respondía: vergüenza es no vivir.
Durante la tarde, mientras revisaba contratos, analizó la diferencia entre la moral pública y la privada. La moral social le pedía discreción, fidelidad, apariencia. Su moral personal, en cambio, se escribía con otra tinta: la del deseo, la del derecho a sentirse plena.
En el fondo sabía que, llegado el momento, nadie podría perdonarle. Pero ¿acaso necesitaba perdón si lo que haría no era un error, sino una elección?
Al llegar a casa, Ernesto estaba distraído, metido en su computadora. Gala lo saludó, lo besó en la mejilla, pero la chispa no estaba ahí. No la buscó. No la encontró.
Y en silencio, volvió a la frase que la acompañaba como un amante secreto: algunos planetas se atraen aunque no deban.
El viernes fue un día de victoria. Uno de sus proyectos más ambiciosos dio un giro inesperado y favorable. Gala salió de la reunión con una sensación de triunfo absoluto.
La gente la felicitaba, los correos se acumulaban, y en medio de todo pensó: este éxito debería celebrarse con alguien que lo entienda como yo.
Ernesto estaba ocupado. Sus colegas lo verían como un logro más. Pero Adrián… Adrián lo habría celebrado como una batalla ganada.
En la tarde, al caminar por la ciudad iluminada, se sintió invencible. El poder no solo estaba en su carrera, estaba en su capacidad de desear y de sostener el deseo.
Cenó con las niñas, las acostó con paciencia, y luego se sirvió otra copa. En el chat, nada. En su cuerpo, todo.
El sábado amaneció más lento. Gala se regaló tiempo para sí misma: una ducha larga, cremas que hacía semanas no usaba, ropa cómoda pero pensada. El cuerpo era un templo que merecía atenciones.
Mientras se arreglaba, pensó en Adrián. No como marido sustituto, no como fuga de Ernesto. Lo pensó como catalizador. Como la llama que había despertado algo dormido en ella.
Se miró al espejo y se vio hermosa. No joven ingenua, no madre entregada, no esposa paciente. Hermosa como mujer que se sabe deseada, como mujer que puede incendiar con una mirada.
Ese día no pasó nada. No escribió nada. Pero la certeza creció: el silencio no era vacío, era espacio de construcción.
El domingo llegó como un bálsamo. Pasó la mañana con las niñas, las llevó al parque, rió con ellas. Por un instante, pensó: esto es suficiente.