La tentación de escribir estaba ahí, en cada pausa, en cada minuto libre. Pero no lo hizo. No mandó nada. La estrategia era clara: la ausencia también es una forma de poder.
Adrián lo sabía bien. Había aprendido a lo largo de su vida que quien se mueve primero en el tablero, pierde ventaja. Y Gala no era cualquier mujer. Era la única que merecía que él se pensara cada jugada dos veces.
Se descubrió varias veces con el celular en la mano, a punto de escribir. ¿Cómo fue tu día? Una frase banal, casi inocente. Pero la borraba antes de nacer. No podía caer en lo cotidiano.
Con Gala no quería ser un esposo sustituto. Quería ser la chispa, el vértigo, la excepción.
En la oficina, mientras fingía atención en una junta, pensó: Si caigo en lo trivial, me convierto en Ernesto. Y no vine a repetir el papel del hombre ausente. Vine a ser lo que ella nunca se atrevería a confesar que necesita.
Ese día se obligó al silencio. Una jugada de paciencia.
No hubo mensajes. No hubo guiños. Solo recuerdos.
El roce mínimo en la cena. El fuego en la mirada. La forma en que Gala brillaba cuando hablaba de sus logros, más excitante que cualquier vestido ajustado.
Adrián se encendía solo de evocarla. No necesitaba verla, no necesitaba tocarla. La memoria bastaba. Pero el deseo crecía como veneno lento.
Pensó en escribirle una sola palabra: “sí”.
La borró.
El poder estaba en el silencio, no en la confesión.
Mientras corría en la caminadora, pensó en Ernesto. Siempre tan correcto, tan prudente, tan poco arriesgado. Adrián se rió solo. No entiende que lo que tiene en casa no es una esposa, es dinamita pura.
Y él lo sabía. Él lo había visto. Gala era la mujer que podía estar en una sala de juntas y en segundos tener a todos orbitando alrededor de su energía. Y él también orbitaba, claro. Pero con una diferencia: no quería su calma, quería su tormenta.
Ese miércoles decidió una cosa: si el silencio la hacía dudar, entonces el silencio era el camino.
Esa noche, después de un par de copas, casi lo hace. Escribió:
A veces pienso que somos inevitables.
Lo dejó ahí, viéndolo brillar en la pantalla. El corazón acelerado, la mente gritándole que lo mandara.
No lo hizo. Lo borró.
El vacío quedó.
Y con él, la certeza: ella lo habría leído en su mente. Porque Gala lo intuía todo.
Le fue bien en el trabajo. Cerró un par de acuerdos, ganó terreno en un proyecto que llevaba semanas peleando. Pero nada de eso tenía el sabor del juego con Gala.
Ese viernes salió con colegas. Rieron, bebieron, hablaron de banalidades. Y en cada carcajada falsa, él pensaba en ella. En cómo sería beber juntos, solo ellos, sin testigos.
Al regresar, revisó el chat. Abierto. Inerte.
No la buscó. No podía.
Sabía que ella también lo revisaba, esperando. Y eso lo excitaba aún más.
Se levantó tarde, con la resaca ligera de la noche anterior. El sol le entraba a la sala y lo cegaba, pero en su mente había una sombra clara: Gala.
No necesitaba verla para sentirla. Estaba en el olor del café, en la música que sonaba de fondo, en la estrategia de poder.
Pensó: Ella también está pensando en mí.
Y sonrió. Porque el silencio no era ausencia, era provocación.
Terminó la semana sin escribir nada. Ni un solo mensaje. Ni una sola señal.
Pero la tensión estaba más viva que nunca. Él lo sabía: cada ausencia era gasolina. Cada día sin palabras era una prueba de fuego que los volvía más inevitables.
No se trataba de escribir. Se trataba de resistir hasta que el siguiente encuentro, casual o planeado, los empujara sin remedio hacia lo prohibido.
En el tablero de Adrián, esa era la estrategia:
el silencio como declaración.
la ausencia como promesa.
el deseo como condena inevitable.